—«—¡Todavía nos oye!
—¡No nos presta atención!
—La rosa destrozada por el
fuego se ha doblado hacia dentro, lejos de nosotras, lejos de su condenación.
—Pero se moverá, hermanas. La
primera oscuridad en la oquedad de la luz despertará. Una vez más, sentirá como
nuestra canción azota su detenido corazón».
El caballero de la Rosa Negra, James Lowder.
—«Un suave y desagradable sonido ocupó con
rapidez el vacío. Era una voz, tan profunda y desolada como una sima sin fondo.
Zarandeaba el espíritu y helaba la sangre, y Gesmas descubrió que estaba
paralizado.
—¿Qué es lo que oyes? —gritó
Malocchio Aderre, pero su sirviente no podía responder.
El zumbido de la voz se había
convertido en una canción, un canto fúnebre de fe destrozada y amor traicionado.
Era la historia de Lord Soth, cantada por el mismo caballero tres veces
maldito.
Las palabras de aquel canto
horrible se reunieron a lo largo de la frontera, pero no fueron más allá. Se
fundieron en forma de tallos espinosos que se alzaban hacia el cielo y, con
cada nueva estrofa del lamento de Soth, los tallos se alargaban más hacia las
alturas, hinchándose en los extremos con capullos fuertemente cerrados. Luego
el canto se tornó discordante, el relato confuso y la ordenada hilera de tallos
se enredó. Las espinas se desgarraron entre ellas y las heridas que dejaban
derramaban espesas lágrimas viscosas.
Gesmas sintió que la canción
enraizaba en su mente. La melodía enviaba zarcillos al interior de sus
pensamientos, seleccionando recuerdos que el espía había vallado con cuidado.
Se introducían en sus acciones más horrorosas, en las reflexiones más malsanas
y horrendas que las rodeaban, y absorbían su vileza.
El impulso de expulsar aquel
veneno abrumó al joven y él mismo empezó a cantar. Sus crímenes —y los de las
otras almas del territorio ocupado por fantasmas— crearon una espantosa armonía
que hinchó los capullos de los extremos enmarañados de los tallos. Finalmente,
cuando ya no pudieron añadirse más voces al coro, las flores se abrieron.
Eran rosas negras. Sus pétalos
ocultaron el cielo e inundaron el mundo con el aroma de la corrupción».
El espectro de la Rosa Negra, James Lowder y Voronica Whitney-Robinson.
—«Estaba delgada hasta extremos imposibles y era
más alta que cualquier hombre que Ganelon hubiera visto. Un pelo largo y fino
cubría toda su anatomía, de un gris blanquecino allí donde la porquería y los
excrementos no lo habían enmarañado. Unos brazos que parecían doblarse en
sentido equivocado le colgaban hasta más debajo de las rodillas. Las manos
situadas en los extremos de aquellos miembros deformes estaban dotadas de unos
dedos finos que se retorcían constantemente y trazaban groseros dibujos en el
aire. Aquellos ágiles dígitos insinuaban algo horrible respecto a la Bestia;
ocultos bajo la corrupción se hallaban los tenues vestigios de una belleza tan
profunda que ni toda la mugre del mundo podía ocultar.
Una mirada lasciva hendió el
rostro retorcido de la Bestia; sin embargo también su cara contenía restos de
magnificencia. Su cráneo simiesco, casi descarnado en la coronilla, poseía los
prominentes pómulos de un elfo de familia noble. Úlceras supurantes ocultaban
casi aquel detalle, del mismo modo que una secreción naranja oscurecía sus
brillantes y penetrantes ojos. La supuración brotaba de los rabillos de sus
ojos y cubría las órbitas con una fina película, y de vez en cuando, babeaba
por sus mejillas en forma de lágrimas de putrefacta corrupción.
La visión de aquella malvada
criatura paralizó de tal modo a Ganelon que éste no se dio cuenta de la
multitud que iba reuniéndose a su alrededor. La ladera de la colina estaba
abarrotada de enajenados que se arrastraban en dirección a la Bestia como si
fueran suplicantes, con las manos extendidas, los ojos desviados. La criatura
sonreía con afectación ante su reverencia y escupía a aquellos que se acercaban
demasiado».
El espectro de la Rosa Negra, James Lowder y Voronica Whitney-Robinson.
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