«Queréis saber, hermano, si he amado alguna vez.
La mía es una experiencia muy especial y horrible y, a pesar de haber alcanzado
la edad de sesenta y seis años, siento pudor a la hora de levantar el velo de
mis recuerdos. Nunca me he atrevido a ocultaros mis historias; sin embargo,
debéis comprender que a nadie le confiaría algo como esto de saber que no es
una persona experimentada, puesto que el asunto resulta tan asombroso que me
cuesta incluso a mí mismo aceptar que sucedió alguna vez. Me convertí a lo largo
de tres años en la marioneta de una fantasía extraña y demoníaca. Tened
presente, no obstante, que yo, un humilde cura de pueblo, me he acostado muchas
noches con la carga en mis sueños (ojalá que Dios pudiera conseguir que solo
fuera un sueño) de un reo, un peso propio de una existencia entregada al mundo,
al desenfreno, como un Sardanápalo.
La simple contemplación
excesivamente satisfecha de una mujer podría haber arrastrado a mi alma a la
condenación; pero, al contar con el apoyo de Jesús y de mi santo patrón, finalmente
conseguí expulsar de mí la perversa obsesión que me dominaba. Mis actividades
normales se habían visto alteradas durante las noches, momento en que mis actos
eran muy distintos de los que correspondían a mi cargo. A lo largo del día, yo
me comportaba como un simple sacerdote, puro, entregado al rezo y a las tareas
de mi parroquia. Durante la noche, en cambio, justo cuando llegaban los sueños,
me transformaba en un joven y apuesto galán, conocedor de las mujeres, de los caballos
y hasta de los perros, campeón del juego de dados, bebedor y de soez palabrería.
Y al amanecer, nada más
abandonar el lecho, tenía la sensación de que era justamente entonces cuando
estaba dormido, por lo que entendía que mi sueño consistía en desempeñar, una y
otra vez, mis funciones como sacerdote. Todavía conservo recuerdos de ciertas frases
y detalles de aquella existencia sonámbula, instantes cuya responsabilidad me
es imposible eludir. Pese a que en ningún momento he abandonado mi iglesia,
algunos de quienes escuchen esta historia tendrán, seguramente, la impresión de
que he recorrido medio mundo, hasta quedar desengañado de las aventuras que se
me permitió disfrutar o sufrir, y que justamente por esta causa me dediqué a la
religión, como una especie de penitencia, cuando en realidad solo soy un
sencillo seminarista que ha pasado toda su vida encerrado en una humilde casa
parroquial en el corazón del bosque, sin mantener trato alguno con las cosas de
la actualidad.
En efecto, he llegado a amar
como nadie lo haya podido hacer en este planeta, entregado a una pasión
irracional y violenta; tanto he amado que me extraña no haber perdido hasta el
corazón en uno de aquellos arrebatos. ¡Ah, qué noches las mías! ¡Tan
inolvidables...!».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
«Creo que ella advirtió el suplicio por el que
yo estaba pasando y, con la intención de alentarme, me dedicó una mirada
cargada de promesas. Sus pupilas me parecieron un poema en el que me comunicaba
algo así:
—Si deseas entregarte a mí,
solo tienes que dar un paso para ganarte unos placeres que Dios no te ofrecería
en su cielo. Conmigo los ángeles te envidiarían. Arranca de ti ese lúgubre
hábito que van a ponerte, piensa que yo represento la hermosura femenina, la
lozanía, la existencia. Avanza hasta mí, y daremos forma al amor más sublime.
¿Qué puedes encontrar en Iahvé superior a lo que yo te ofrezco? Nuestra vida se
desarrollará dentro de un sueño en el que los besos resultarán eternos.
»Arroja al suelo el vino de ese
cáliz y serás un hombre libre, porque a mi lado conocerás islas que ni
imaginas, descansarás con la cabeza apoyada en mi seno mientras los dos
compartimos una cama de oro con dosel de plata. Te quiero y necesito arrancarte
de tu Dios, a quien muchos corazones puros entregan su amor sin que él llegue a
corresponderlos en la misma medida.
Creí estar escuchando esas
frases con una cadencia dulce y eterna, porque sus pupilas transmitían una deliciosa
sinfonía cuyos acentos llegaban al interior de mi corazón igual que si
estuvieran siendo susurrados por unos labios invisibles. Me hallaba decidido a
renegar de Dios y, no obstante, mi cuerpo estaba respondiendo a lo exigido por
el ritual religioso. La bellísima muerte me dedicó una nueva mirada de súplica,
angustiosa, que me atravesó el corazón con una daga afilada, tantas veces que
sentí el pecho tan perforado como el de la Dolorosa.
Todo finalizó. Acababa de
convertirme en sacerdote».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
«Creo que ha llegado la hora de no haceros
perder más tiempo con fracasos y triunfos, a los que siguieron unos profundos
derrumbamientos espirituales: os contaré la esencia de mi historia. Una noche
fui despertado por una llamada violenta. Mi ama de llaves abrió el portón a un
personaje de rostro cobrizo, que iba ricamente ataviado, aunque llevaba ropas
extranjeras. Le vi claramente gracias al farol que sujetaba Bárbara. Me di
cuenta de que esta se hallaba muy asustada, a pesar de que el extraño intentó
tranquilizarla diciendo que necesitaba ayuda: al parecer su señora, una dama
importante, se encontraba al borde de la muerte y precisaba mi auxilio.
Me dispuse a acompañarle, por
lo que cogí todo lo necesario para la Extremaunción. Ante la puerta resoplaban
dos caballos, negros como la noche, y de cuyos cuerpos brotaban extrañas ondas
de vapor. Procuré agarrarme al estribo de uno de estos animales, y aquel
personaje me ayudó a montar. Pero él no necesitó nada más que una mano para
dominar a su propia montura, a la que obligó a cabalgar igual que una flecha.
Como el extraño también
sujetaba la brida de mi caballo, me vi sometido a una carrera frenética. El
suelo pasaba por debajo de mí a una velocidad inusitada, y las oscuras siluetas
de los árboles retrocedían a nuestro alrededor como si escaparan en forma de
centellas. Cruzamos una sombría espesura, tan negra y fría que me recorrió el
cuerpo un escalofrío de terror supersticioso. Al mismo tiempo, dejábamos una
estela de las chispas que producían las
herraduras al golpear sobre las piedras, como un reguero llameante.
Creo que si alguien nos hubiera
podido contemplar, habría pensado que éramos dos espectros cabalgando en medio
de una pesadilla. Además, nos acompañaban los fuegos fatuos. Las cornejas
graznaban en los bosques y los ojos fosforescentes de algún gato salvaje nos
seguían desde la espesura. Las crines de los caballos se habían enmarañado, y
el sudor se deslizaba a chorros por sus cuerpos.
En el momento que mi
acompañante creyó que los animales iban a desfallecer, soltó un aullido
gutural, sobrehumano, y clavó espuelas. La carrera prosiguió con mayor
velocidad, todo un torbellino. Por último, una sombra negra apareció ante
nosotros, y los cascos de las bestias retumbaron sobre un suelo metálico.
Cruzamos bajo una bóveda que extendía sus fauces entre dos torreones gigantescos.
Pronto advertí que en el castillo reinaba una gran agitación.
Como los criados no dejaban de
recorrer los patios y las habitaciones, sus antorchas dibujaban trazos de luz
por todas partes. Conseguí ver unas grandiosas formas arquitectónicas: columnas,
arcos, escalinatas, balaustradas… Algo que me dio idea de la importancia de los
dueños de aquel lugar.
Ante mí
apareció un paje negro, en el que reconocí a quien me entregó el portafolios de
Clarimonda. Mientras me ayudaba a descender del caballo, pensé en lo peor. Idea
que vino a confirmar un mayordomo, vestido de terciopelo oscuro, que llevaba en
el cuello una cadena dorada y empuñaba un bastón de marfil. Estaba llorando y
las lágrimas humedecían su barba blanca.
—¡Ha llegado demasiado tarde,
padre! —se lamentó con la cabeza baja—. Pero ya que usted no pudo salvar su
alma, será conveniente que vele su cuerpo».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
«Hubiese querido entregarle mi vida para
recuperar la suya. Pero la noche seguía su curso, y yo debía marcharme de allí.
Por eso no quise privarme del placer de conocer el sabor de sus labios, sin
importarme que estuvieran muertos.
¡Oh milagro! Una tenue
respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió al contacto.
Sus ojos se abrieron y recuperó un poco de brillo, suspiró y, separando los
brazos, con sus manos rodeó mi cuello presa de un arrebato indescriptible.
—¡Ah, si eres tú, Romualdo!
—exclamó con un tono lánguido y tan suave como las vibraciones de un arpa—.
¿Qué estás haciendo? Te he esperado durante tanto tiempo, que he terminado por
morir; sin embargo, ahora somos novios, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós,
Romualdo, adiós! Te amo, es lo único que necesitaba decirte, te debo la vida
que me has devuelto con tu beso. Pronto nos encontraremos.
Su cabeza cayó hacia atrás, sin
que sus brazos dejaran de rodearme. De repente, un golpe violento abrió las
ventanas y entró en la habitación con la mayor violencia. Se agitó el último
pétalo de la rosa marchita, hasta que cayó como el ala de un insecto, volando
hasta perderse por la ventana abierta. Supe que se estaba llevando el alma de
Clarimonda. También se consumió la llama de la lámpara y yo me derrumbé
desvanecido sobre el cuerpo del hermoso cadáver».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
«No obstante, una noche tuve una pesadilla. Nada
más conciliar el suelo, oí que las cortinas de mi cama eran descorridas con
fuerza, hasta el punto de que las anillas se desplazaron por la barra
ruidosamente. Di un salto para sentarme y pude ver la sombra de una mujer. No
tardé en reconocer a Clarimonda. Llevaba en las manos una lamparita como las
que se colocan en las tumbas, cuyo resplandor daba una transparencia rosada a
su brazo desnudo. Su única vestimenta era el sudario de lino que le habían puesto
en su lecho mortuorio, y sostenía los pliegues en el pecho, como si le diera
vergüenza mostrarse casi desnuda.
Sin embargo, su manita no era
suficiente, ya que, al ser tan blanca, el color del tejido se confundía con el
de su piel. Me pareció una estatua de mármol y no una mujer viva. Su hermosura
era la misma, salvo por el verde resplandor de sus ojos, que aparecía algo más
apagado, y su boca, que había pasado a ofrecer un rosa pálido en lugar del anterior
e intenso bermellón de la vida. Las florecillas azules que adornaron sus cabellos ya estaban secas, lo que no restaba
fascinación a la totalidad del conjunto, hasta el punto de que, a pesar
del modo inexplicable de invadir mi dormitorio, me sentí dominado por el pánico
y, además, por la pasión.
Ella dejó la lámpara en la
mesilla y se acomodó a los pies de la cama; acto seguido, inclinándose sobre
mí, me dijo con esa voz aterciopelada tan suya, que fascinaba hasta la
anulación:
—He querido que anhelaras mi
presencia, Romualdo, al creer que te había abandonado para siempre. Regreso de
muy lejos, de un sitio del que nadie vuelve. En aquel país faltan el sol y la
luna, ya que dominan las sombras. Se carece de la tierra sobre la que caminar,
luego son innecesarios los senderos. También falta el aire por el cual volar.
Sin embargo, me encuentro a tu lado, ya que el amor es capaz de vencer a la
muerte. ¡Ay! He contemplado en mi viaje los rostros más lúgubres y los sucesos más
terribles. Mi alma ha debido combatir tanto
para encontrar la salida de ese mundo, con la ilusión de localizar tu cuerpo,
que de nuevo poseeré... ¡Cuánta fuerza precisé para levantar la losa con la que
se me había tapado! Observa las palmas de mis manos heridas. ¡Bésalas y se
curarán, amor mío!
Me las acercó a la boca y las
besé mil veces. Ella me contemplaba con una sonrisa de inefable placer.
Debo
reconocer que había olvidado por completo los consejos del padre Serapion. Estaba
sucumbiendo sin oponer resistencia, y desde el primer asalto. La frescura de la
piel de Clarimonda ya había entrado en contacto con la mía, y me dominaban unos
voluptuosos estremecimientos. ¡Mi infeliz niña! A pesar de todo lo que había
contemplado, no podía aceptar que fuera un demonio. Satanás jamás escondió de
mejor manera sus garras y sus cuernos.
Ella había recogido las piernas
sobre los talones y, acurrucada sobre la cama, componía una postura muy
sensual. Con sus manos acariciaba mis cabellos, formando rizos igual que si
estuviera ensayando peinados. Yo la dejaba hacer complacido, y Clarimonda me
susurraba palabras encendidas. Nada me extrañaba
debido a que, preso de la fascinación, lo más asombroso me resultaba del todo natural.
—Te he amado mucho antes de
haberte conocido, querido Romualdo. Te buscaba por cualquier calle o edificio.
Te habías convertido en mi sueño. Al verte en la iglesia solo pude decirme:
“¡es él!”. Te dediqué una mirada para que conocieras la fuerza de mis
sentimientos, sin importarme que allí delante estuviera el obispo. Hasta un rey
se hubiera rendido ante mis ojos; pero tú te mantuviste fuerte al elegir a tu
Dios antes que a mí. ¡Ah, qué celosa me sentí en aquel instante, porque amabas
a alguien más que a mi persona!
»¡Qué
desgraciada! Nunca conseguiré que tu corazón me pertenezca en exclusiva. Cuando
me resucitaste con un beso, Clarimonda la muerta recibió las fuerzas
suficientes para poder forzar los sellos de su lápida, con el fin de correr a
entregarte su cuerpo... y su existencia, que le ha sido devuelta por tu
intervención.
Cada una de sus palabras las
acompañó con unas caricias delirantes, que aturdieron mis sentidos y mi mente.
Hasta el extremo de que proferí una blasfemia al gritar que la amaba más que a
Dios.
Sus pupilas adquirieron la
intensidad de los crisopacios.
—¿Puede ser eso cierto? ¡Me
amas más que a Dios! —exclamó, rodeándome con sus brazos—. Si es cierto, te
llevaré conmigo donde me apetezca. Dejarás ese horrible ropaje negro. Te
convertiré en el más soberbio de los caballeros. Serás mi único amante. Ser el
dueño de las pasiones de Clarimonda, quien llegó a rechazar a un papa, supondrá
tu mejor trofeo. ¡Te prometo la vida más dichosa, una brillante existencia!
¿Cuándo partiremos, querido Romualdo?
—¡Mañana mismo! —grité
delirante.
—Sea como tú quieres —replicó—. Dispondré del tiempo necesario para
cambiar de vestidos, porque llevo uno demasiado ligero para ir de viaje.
Además, he de entrar en contacto con la gente que me llora al creerme muerta.
Dinero, ropas, coches, todo se hallará listo, y vendré a buscarte a esta misma
hora. ¡Adiós, corazón mío!
Puso sus labios sobre mi
frente. De súbito, la luz se apagó y se corrieron las cortinas. Ya no pude ver
nada más. Un sueño plomizo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente [...]».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
«Me había olvidado de cualquier amenaza, y no
recordaba que había sido un sacerdote. Tal era la fascinación que me unía a esa
mujer. A partir de aquella noche, mi personalidad se duplicó en dos hombres muy
diferentes, que se ignoraban el uno al otro: el cura y el caballero. Por el día
pensaba que era el primero; y por la noche, pasaba a ser el segundo.
Hasta que llegó un momento en
que el caballero libertino se mofaba del casto cura; a la vez que este
despreciaba al otro. La existencia que mantenían podía compararse a unas
espirales que, a pesar de intentar juntarlas para convertirlas en una sola,
jamás llegan a tocarse. Pero debéis creer que en ningún momento consideré
haberme vuelto loco. Porque tuve siempre muy clara la idea de mis dos vidas.
Solo se presentaba una absurda circunstancia: que la misma identidad perteneciera
a dos hombres opuestos. Suponía una anormalidad de la que no era consciente
mientras actuaba como el sacerdote del pueblo C*** o como el signor Romualdo, amante fijo de Clarimonda».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
«Y un día caí en la cuenta de que la salud de
Clarimonda estaba siendo herida por una misteriosa enfermedad. El color de su
piel se apagaba. Los médicos que la examinaron no supieron diagnosticar el mal.
Se limitaron a recetarle algunos medicamentos; pero no volvieron al palacio.
Mientras, ella palidecía continuamente y cada vez estaba más helada. Por
momentos semejaba ser tan blanquecina y gélida como aquella noche que la
contemplé inerte en el misterioso castillo. Me desesperaba verla marchitarse
sin poder brindarle mi socorro. Conmovida por mi dolor, ella me dedicaba unas
dulces sonrisas, sin evitar esa expresión de quien sabe que va a morir.
Una mañana que estaba
desayunando en una mesita, cerca de su cama, porque no me hallaba dispuesto a
separarme de ella ni un minuto, me hice un corte bastante profundo en un dedo
al pelar una fruta. La sangre brotó en el acto, formando un reguero purpúreo,
salpicándole unas gotas a Clarimonda. Entonces sus ojos se iluminaron, su
rostro cobró un gesto de salvaje alegría que nunca antes había visto y saltó de
la cama con la agilidad de un gato, sin poder reprimirse, como hipnotizada por
la sangre.
Sujetó mi dedo con una de sus
manos, puso los labios sobre la herida y, en el acto, se entregó a succionar
mostrando una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños
sorbitos, muy despacio, como un gourmet
que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Tenía los párpados entornados, y
sus verdes pupilas ya no eran redondas sino alargadas. Hacía unas pausas para
besar mi mano y, luego, volvía a presionar sus labios contra mi herida para
extraer más gotitas rojas.
En el momento en que ya no pudo
obtener más sangre, se levantó con los ojos humedecidos y resplandecientes,
ruborizada como los amaneceres de mayo, visiblemente complacida. Su diestra
había adquirido un tono tibio y húmedo, y aparecía más bella que nunca. Estaba
curada.
—¡Ya nunca moriré! ¡Tú me darás
la vida! —exclamó loca de satisfacción, agarrándose a mi cuello—. Podré
entregarte mi amor durante mucho tiempo. Mi existencia se hallará unida a la
tuya y todo mi ser dependerá de ti. Solo unas gotas de tu noble y apetitosa
sangre, más valiosa que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la
vida».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
«Queriendo impedir las alucinaciones, procuraba
mantener los ojos abiertos al meterme en la cama, hasta que la arena del
adormecimiento terminaba doblegándome. Entonces aparecía Serapion exhortándome
a que siguiera luchando. Una noche me ofreció este consejo:
—Tan solo existe un remedio para
libraros de esa obsesión. A pesar de ser una medida extrema, los dos la
llevaremos a la práctica. Conozco el cementerio donde se encuentra la tumba de
Clarimonda. La desenterraremos para que veáis el lamentable estado en que se
encuentra quien ha secuestrado vuestro amor. Debéis recuperar el alma lo antes
posible. Esto sucederá en el momento en que tengáis delante un cuerpo devorado
por los gusanos y a punto de transformarse en polvo. ¡Así entraréis en razón!
Acepté el trato porque ya estaba cansado de mantener
una doble vida. Necesitaba averiguar quién era víctima de la ilusión, si el
sacerdote o el libertino caballero, para así acabar con uno u otro. También
cabía la posibilidad de que debiera eliminar a los dos. El padre Serapion cogió
un pico, una pala y una linterna. A medianoche, llegamos al cementerio de ****,
donde él se movió con seguridad. Luego de aproximar la luz a las inscripciones
de algunas lápidas, llegamos ante una piedra, medio oculta entre las altas
hierbas, que aparecía mordida por el musgo y las plantas parásitas. Allí
desciframos el comienzo de la siguiente inscripción:
“Aquí fue enterrada Clarimonda,
a la que se consideró en vida
la
más bella del mundo”.
—Es esta —dijo Serapion.
Dejó en el suelo la linterna, introdujo la punta
de la pala en la zona baja de la piedra y empezó a levantarla. Consiguió
desplazarla y, en seguida, se entregó a picar con ahínco. Lo dejé trabajar en
medio de la oscuridad, hasta que lo vi sudar copiosamente y jadear casi
agotado. Componíamos un espectáculo muy singular, que cualquiera hubiese
considerado propio de unos profanadores de tumbas. Serapion se entregaba a su
tarea con tal empeño que más parecía un demonio que un ángel. Su expresión bajo
el resplandor de la linterna no tenía nada de tranquilizadora.
Advertí en mis brazos una
sensación fría, y mis cabellos empezaron a erizarse. Porque estaba considerando
el trabajo de aquel viejo sacerdote como un sacrilegio abominable, y llegué a
desear que de la tierra surgiese un fuego que lo aniquilara en el acto.
Los búhos posados en los
cipreses se movían inquietos por los reflejos de la linterna. Algunos
descendían a golpear con sus alas los cristales, gimiendo lastimosamente. Desde
el fondo nos llegaban los chillidos de los zorros, a los que acompañaban
infinidad de otros ruidos siniestros. Finalmente, el pico de Serapion chocó con
un ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo, con ese horrible sonido
que origina lo vacío cuando es tocado. Arrancó la tapa y pudimos contemplar a
Clarimonda: pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario daba
forma a un solo pliegue que iba desde la cabeza a los pies. Una roja gota
resplandecía en la comisura de sus labios igual que una rosa. Al descubrirla,
Serapion se encolerizó.
—¡Aquí estás, diabólica cortesana,
chupadora de sangre y de oro!
En seguida, roció de agua
bendita el cuerpo y todo el ataúd y, luego, dibujó una cruz con el hisopo. En
el mismo instante que dio comienzo a esta labor, el hermoso cuerpo de
Clarimonda se fue convirtiendo en polvo, hasta quedar reducido a una repugnante
combinación de cenizas y huesos calcinados.
—Aquí tenéis a vuestra amante,
señor Romualdo —dijo el cruel sacerdote, señalando los tristes despojos—. ¿Os
atreveréis a pasear por el Lido y la Fusine con esta hermosura?
Agaché la cabeza, sabiendo que
solo quedaban rescoldos en el interior de mi recuerdo. Regresé a mi parroquia,
y el signore Romualdo, el libertino
amante de Clarimonda, se alejó para siempre del infeliz cura, que durante tanto
tiempo había sido su amarga compañía.
Sin embargo, la noche siguiente
volví a tener delante a Clarimonda, tan bella como la primera vez, en el
pórtico de la iglesia.
—¡Estúpido, estúpido! ¿Por qué
has permitido que actuara ese cura ignorante? ¿Es que yo no te proporcionaba
felicidad? ¿Qué ofensa te he hecho para que permitieras que violara mi tumba y
se pusieran al descubierto las miserias de mi nada? Tú mismo has destruido todo
vínculo de unión entre los dos; y ya nunca nuestros cuerpos volverán a estar
juntos. ¡Adiós para siempre! ¡Sé que jamás podrás olvidarme!
De repente, se volatilizó en el
aire como lo hace el humo al ser arrastrado por una brisa violenta. Nunca volví
a verla...
¡Ay de mi destino! Ella tenía
razón: la he recordado infinidad de veces, y todavía continúa en mi memoria como
una carga de frustración. Por conseguir la tranquilidad de mi alma pagué el
peor de los precios. Nunca el amor de Dios será capaz de ocupar el lugar del
suyo».
«La muerta enamorada»,
Théophile Gautier.
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