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sábado, 2 de noviembre de 2013

Citas de «Sheebae, la reina de las serpientes», de Carter Scott.

«Hace diecisiete meses, veintiocho días y cinco horas, aproximadamente, yo me encontraba en un calvero africano, donde presencié, sumido en un éxtasis provocado por el miedo más ancestral, la victoria de Sheebae sobre un joven león que debió cometer el error de echarse a dormir lejos de la manada.
¡Con qué dominio y seguridad de su cuerpo, de ocho metros de longitud, formó los tres anillos que trituraron la resistencia del desesperado felino! ¡Con qué ceremonial parsimonia se lo fue tragando hasta llegar al final del corto rabo desprovisto de pelos!
Los temblores que me sacudieron una vez dejé atrás el estupor que me había inmovilizado durante un tiempo que no supe precisar entonces, unidos a la recuperación de la visión consciente, me permitieron comprender que debía escapar de allí lo más rápidamente posible: ¡no quería ser devorado de aquella forma infernal!
Mi cuerpo logró alejarse de la gigantesca serpiente, pero no sucedió lo mismo con mi alma, pues el recuerdo de mis defensas completamente anuladas, que me habían dejado reducido a un simple amasijo de carne paralizado por el pánico, me transformó de una forma completa y definitiva. Como siempre me había considerado un hombre valiente, dueño de una inteligencia capaz de enfrentar y superar cualquier peligro del mundo, mi inesperado tropiezo con “aquella magnificación del poder” sirvió para descubrirme cuán equivocado estaba. Durante muchos días únicamente pensé en que podía haber corrido la misma suerte que aquel joven león, y así, casi podía sentir los dientes, largos y curvados, clavándose en mi cuerpo, el crujir de mis costillas bajo aquel múltiple y aplastante abrazo que reventaba también mis pulmones; e imaginaba cómo,  cuando la muerte me hubiese privado al fin de la visión, la exagerada e inverosímil dilatación de las fauces de Sheebae, se amoldaba a la mía, dispuesta a tragarme en el momento en que su piel le comunicase que mi corazón había ya dejado de latir.
¡La magnificación del poder!».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.


«Se dispuso a acompañarme a los sótanos. Procuré marchar delante, con paso indeciso, en silencio. En cuanto llegamos a la puerta de gruesa madera y sólidas bisagras y cerraduras, le proporcioné una escopeta de caza, para armarme yo con otra antes de coger el manojo de llaves.
El chasquido de la cerradura estalló en el silencio que nos rodeaba con un eco de largas resonancias. Luego, empujé el alto batiente, para introducirme en la selva artificial que la ciencia, la imaginación y mi dinero habían recreado; detrás de mí, en la quietud reinante nuestros pasos quedaban amortiguados por la alta maleza, me llegó el asombrado susurro de asombro quien me acompañaba. En seguida capté las palpitaciones de su miedo, porque nos rodeaban las lianas, los arbustos, las ramas bajas de los árboles y todos esos lugares que bien podían servir de emplazamiento para una emboscada de nuestra despiadada enemiga. Dejé que transcurriesen unos gozosos minutos antes de darme la vuelta, dispuesto a que él recuperara la confianza con esta pregunta intencionadamente “inocente”:
—Supongo que no pensará usted que he dejado suelta a la serpiente, ¿verdad, míster Chubb? Ahora vamos armados por simple precaución, aunque le aseguro que me ofrece una gran confianza la jaula de vidrio en la que Sheebae se encuentra encerrada. ¿Qué le parece todo lo que le rodea?
—¡Sorprendente! ¿Cómo se produce este calor sofocante y de dónde proviene la humedad de la hierba y de la maleza...? ¿Ehhh...? ¡No...! ¡NOOO...!
¡¡Allí estaba la reina de las serpientes!!
El estúpido feriante pasó del miedo al terror, y de la sorpresa moderada al petrificador asombro en solo unos segundos. ¡Porque acababa de ser apresado por los anillos trituradores de la pitón, que, de forma excepcional, no le hundió en él los curvos puñales de sus dientes!
Por eso se quedó sin habla, sin respuesta alguna de su cuerpo, con los ojos y la boca abiertos de forma desmesurada, pudiendo ver pero totalmente indefenso. Mientras, la muerte más espeluznante le aplastaba en un abrazo ineludible, el aire estallaba en sus pulmones con el chasquido de sus costillas y sus venas; su estómago y sus intestinos acabaron vaciándose por todos los orificios de un cuerpo que iba, lentamente, reduciéndose a la enésima parte de su volumen. Con la brutal expulsión de su existencia, cuando ya el corazón se había detenido, se produjo el inverosímil agigantamiento de la cabeza y de las horrorosas mandíbulas de la hambrienta Sheebae...
¡A qué ritual tan fascinante pude asistir al contemplar cómo aquella poderosa máquina, viva y perfecta, procedía a tragarse entero el cadáver del ex codicioso...! ¡Me sentí inundado por una tromba de reacciones orgásmicas!
Pero, inmóvil y con la escopeta en posición de disparo, aún tuve la lucidez suficiente como para comprender que aquellas botas claveteadas no facilitarían la digestión de “mi amada”. Por eso corrí a evitar el mal, sin pensar un solo momento en el inmenso riesgo al que me exponía. Finalmente, conseguí descalzar los pies, flojos y balanceantes, cuando las fauces de la gigantesca pitón ya habían alcanzado la cintura de Alistair Chubb.
Después, retrocedí a mi “platea particular” para continuar asistiendo al morboso espectáculo, sintiendo por primera vez que el terror se convertía en una comunicación satánica entre el poderoso irracional y el astuto racional que era yo.
Al igual que el fanático que obtiene en exclusiva individual, para su único goce, la propiedad de una obra de arte, supe que aquellas horas de las que estaba disfrutando eran mías, solo mías, y suponían un excepcional privilegio, que, no obstante, únicamente podría tener continuidad si me cuidaba de repetir el espectáculo.
Y es que lo insufrible de aquel sublime instante se hallaba en la certeza, cada vez más prístina, de que aquel espectáculo tendría un final. ¡Por eso me recreé en su contemplación, sin perderme ni el más insignificante de sus detalles!
Permanecí allí hasta que se produjo la total ingestión de la víctima; y aún seguí allí un rato más, aguardando a que las paredes internas de Sheebae se fueran desplazando, siempre con una lentitud pasmosa, para que las costillas se fijaran alternativamente después de haberse adelantado con el fin de que el inmenso estómago se colocara sobre el alimento. De esta manera, ¡la última silueta de Alastair Chubb quedó esculpida bajo la piel reticulada y palpitante de la glotonería!».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.


«Me encontraba dormido en mi dormitorio cuando escuché la campana de alarma. Alcé la cabeza hacia el tablero, y el desplazamiento de la casilla número dos me indicó que había sido abierto el habitáculo de Sheebae. Salté del lecho, desprecié las babuchas, encendí una lámpara de petróleo y me lancé en pos de la escalera: cuando llegué a la puerta ya era inútil todo intento de salvarla.
¡El embriagador hedor de la muerte golpeó con sadismo mis fosas nasales!
Corrí en busca del espectáculo, ¡del más terrorífico de los espectáculos!, y me encontré con la materialización del abrazo supremo: la cabeza de mamá pendía totalmente destrozada, con el cuello descoyuntado, y se escuchaban los postreros chasquidos de sus huesos...
Cuando la boca de la reina de las serpientes se desencajó, siempre en unas proporciones que me resultaban inverosímiles, acusé el impulso de huir de allí, de maldecir el grado de perversidad al que había llegado. Pero me mantuve quieto, clavado en la tierra, sin voluntad.
Una acre saliva se había condensado en mi garganta, mis ojos se quedaron sin brillo y mis labios esbozaron una sonrisa idiota. Sin embargo, de repente, me sentí más fuerte que nunca. Estaba en aquella selva artificial, presenciando el más horrendo de los crímenes que puede cometer un ser humano y, sin embargo, ¡no había perdido el sentido!
Y todo porque el prodigio único de aquel espectáculo ¡solo se hallaba reservado a los dioses, a Calígula, a Nerón... y a Richard Crowley, yo!
El acto de deglución del cadáver de mamá fue como un parto al revés. Por mi capricho ella se iba a transformar en proteínas de vida dentro del cuerpo de Sheebae, mientras que suyo fue el mérito de darme la existencia expulsándome desde su interior.
¿No es esta la mejor demostración de las cotas de terror que fui capaz de soportar sin dejarme vencer por los prejuicios sociales y morales de los lazos sanguíneos...?».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.


«Ahora sé que la policía viene a detenerme. Esta mañana me ha telefoneado un viejo amigo, alertándome porque ignora la magnitud de mi conducta, la cual, según los convencionalismos de una civilización de cobardes, es considerada un delito infrahumano.
¿Cómo podría escapar si no dispongo del tiempo suficiente para llevarme a la reina de las serpientes?
Después de las seis horas que me ha llevado rellenar estas páginas de mi cuadernillo de anotaciones, ya solo me resta una decisión: entregarme al abrazo de Sheebae, para encontrar mi féretro en su poderoso cuerpo, y ser así “más suyo” que de ninguna otra forma; llevarme al más allá la certeza de que no ha existido en el mundo mayor Amor que el que me une a la más bella y satánica de las criaturas vivas.
Dentro de unos segundos, cuando abandone la escritura y marche en busca del más fantástico de los suicidios románticos, contaré con otro placer en exclusiva: saber cómo va a producirse mi muerte, segundo a segundo, y cómo mi cadáver irá siendo “sepultado” en el espléndido cuerpo de mi amada, convirtiéndome en una parte vital de la magnificación del poderío irracional que ella, la reina de las serpientes, representa.
P. D.: Si no entendéis mi comportamiento, peor para vosotros, ¡cobardes!».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.

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