«Hace diecisiete meses, veintiocho días y cinco
horas, aproximadamente, yo me encontraba en un calvero africano, donde
presencié, sumido en un éxtasis provocado por el miedo más ancestral, la
victoria de Sheebae sobre un joven
león que debió cometer el error de echarse a dormir lejos de la manada.
¡Con qué dominio y seguridad de
su cuerpo, de ocho metros de longitud, formó los tres anillos que trituraron la
resistencia del desesperado felino! ¡Con qué ceremonial parsimonia se lo fue
tragando hasta llegar al final del corto rabo desprovisto de pelos!
Los temblores que me sacudieron
una vez dejé atrás el estupor que me había inmovilizado durante un tiempo que
no supe precisar entonces, unidos a la recuperación
de la visión consciente, me permitieron comprender que debía escapar de allí lo
más rápidamente posible: ¡no quería ser devorado de aquella forma infernal!
Mi cuerpo logró alejarse de la
gigantesca serpiente, pero no sucedió lo mismo con mi alma, pues el recuerdo de
mis defensas completamente anuladas, que me habían dejado reducido a un simple
amasijo de carne paralizado por el pánico, me transformó de una forma completa
y definitiva. Como siempre me había considerado un hombre valiente, dueño de
una inteligencia capaz de enfrentar y superar cualquier peligro del mundo, mi inesperado
tropiezo con “aquella magnificación del poder” sirvió para descubrirme cuán
equivocado estaba. Durante muchos días únicamente pensé en que podía haber corrido
la misma suerte que aquel joven león, y así, casi podía sentir los dientes,
largos y curvados, clavándose en mi cuerpo, el crujir de mis costillas bajo
aquel múltiple y aplastante abrazo que reventaba también mis pulmones; e
imaginaba cómo, cuando la muerte me
hubiese privado al fin de la visión, la exagerada e inverosímil dilatación de las
fauces de Sheebae, se amoldaba a la mía, dispuesta a tragarme en el momento en
que su piel le comunicase que mi corazón había ya dejado de latir.
¡La magnificación del poder!».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.
«Se dispuso a acompañarme a los sótanos. Procuré
marchar delante, con paso indeciso, en silencio. En cuanto llegamos a la puerta
de gruesa madera y sólidas bisagras y cerraduras, le proporcioné una escopeta
de caza, para armarme yo con otra antes de coger el manojo de llaves.
El chasquido de la cerradura estalló
en el silencio que nos rodeaba con un eco de largas resonancias. Luego, empujé
el alto batiente, para introducirme en la selva artificial que la ciencia, la
imaginación y mi dinero habían recreado; detrás de mí, en la quietud reinante —nuestros pasos quedaban
amortiguados por la alta maleza—, me
llegó el asombrado susurro de asombro quien me acompañaba. En seguida capté las
palpitaciones de su miedo, porque nos rodeaban las lianas, los arbustos, las
ramas bajas de los árboles y todos esos lugares que bien podían servir de
emplazamiento para una emboscada de nuestra despiadada enemiga. Dejé que
transcurriesen unos gozosos minutos antes de darme la vuelta, dispuesto a que
él recuperara la confianza con esta pregunta intencionadamente “inocente”:
—Supongo que no pensará usted
que he dejado suelta a la serpiente, ¿verdad, míster Chubb? Ahora vamos armados
por simple precaución, aunque le aseguro que me ofrece una gran confianza la
jaula de vidrio en la que Sheebae se
encuentra encerrada. ¿Qué le parece todo lo que le rodea?
—¡Sorprendente! ¿Cómo se
produce este calor sofocante y de dónde proviene la humedad de la hierba y de
la maleza...? ¿Ehhh...? ¡No...! ¡NOOO...!
¡¡Allí estaba la reina de las
serpientes!!
El estúpido feriante pasó del
miedo al terror, y de la sorpresa moderada al petrificador asombro en solo unos
segundos. ¡Porque acababa de ser apresado por los anillos trituradores de la
pitón, que, de forma excepcional, no le hundió en él los curvos puñales de sus
dientes!
Por eso se quedó sin habla, sin
respuesta alguna de su cuerpo, con los ojos y la boca abiertos de forma
desmesurada, pudiendo ver pero totalmente indefenso. Mientras, la muerte más
espeluznante le aplastaba en un abrazo ineludible, el aire estallaba en sus
pulmones con el chasquido de sus costillas y sus venas; su estómago y sus
intestinos acabaron vaciándose por todos los orificios de un cuerpo que iba,
lentamente, reduciéndose a la enésima parte de su volumen. Con la brutal
expulsión de su existencia, cuando ya el corazón se había detenido, se produjo
el inverosímil agigantamiento de la cabeza y de las horrorosas mandíbulas de la
hambrienta Sheebae...
¡A qué ritual tan fascinante
pude asistir al contemplar cómo aquella poderosa máquina, viva y perfecta, procedía
a tragarse entero el cadáver del ex codicioso...! ¡Me sentí inundado por una
tromba de reacciones orgásmicas!
Pero, inmóvil y con la escopeta
en posición de disparo, aún tuve la lucidez suficiente como para comprender que
aquellas botas claveteadas no facilitarían la digestión de “mi amada”. Por eso
corrí a evitar el mal, sin pensar un solo momento en el inmenso riesgo al que
me exponía. Finalmente, conseguí descalzar los pies, flojos y balanceantes,
cuando las fauces de la gigantesca pitón ya habían alcanzado la cintura de
Alistair Chubb.
Después, retrocedí a mi “platea
particular” para continuar asistiendo al morboso espectáculo, sintiendo por
primera vez que el terror se convertía en una comunicación satánica entre el
poderoso irracional y el astuto racional que era yo.
Al igual que el fanático que
obtiene en exclusiva individual, para su único goce, la propiedad de una obra
de arte, supe que aquellas horas de las que estaba disfrutando eran mías, solo
mías, y suponían un excepcional privilegio, que, no obstante, únicamente podría
tener continuidad si me cuidaba de repetir el espectáculo.
Y es que lo insufrible de aquel
sublime instante se hallaba en la certeza, cada vez más prístina, de que aquel
espectáculo tendría un final. ¡Por eso me recreé en su contemplación, sin
perderme ni el más insignificante de sus detalles!
Permanecí allí hasta que se
produjo la total ingestión de la víctima; y aún seguí allí un rato más,
aguardando a que las paredes internas de Sheebae se fueran desplazando, siempre
con una lentitud pasmosa, para que las costillas se fijaran alternativamente
después de haberse adelantado con el fin de que el inmenso estómago se colocara
sobre el alimento. De esta manera, ¡la última silueta de Alastair Chubb quedó
esculpida bajo la piel reticulada y palpitante de la glotonería!».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.
«Me encontraba dormido en mi dormitorio cuando
escuché la campana de alarma. Alcé la cabeza hacia el tablero, y el
desplazamiento de la casilla número dos me indicó que había sido abierto el
habitáculo de Sheebae. Salté del lecho, desprecié las babuchas, encendí una
lámpara de petróleo y me lancé en pos de la escalera: cuando llegué a la puerta
ya era inútil todo intento de salvarla.
¡El embriagador hedor de la
muerte golpeó con sadismo mis fosas nasales!
Corrí en busca del espectáculo,
¡del más terrorífico de los espectáculos!, y me encontré con la materialización
del abrazo supremo: la cabeza de mamá pendía totalmente destrozada, con el
cuello descoyuntado, y se escuchaban los postreros chasquidos de sus huesos...
Cuando la boca de la reina de
las serpientes se desencajó, siempre en unas proporciones que me resultaban
inverosímiles, acusé el impulso de huir de allí, de maldecir el grado de perversidad
al que había llegado. Pero me mantuve quieto, clavado en la tierra, sin voluntad.
Una acre saliva se había
condensado en mi garganta, mis ojos se quedaron sin brillo y mis labios esbozaron
una sonrisa idiota. Sin embargo, de repente, me sentí más fuerte que nunca.
Estaba en aquella selva artificial, presenciando el más horrendo de los
crímenes que puede cometer un ser humano y, sin embargo, ¡no había perdido el
sentido!
Y todo porque el prodigio único
de aquel espectáculo ¡solo se hallaba reservado a los dioses, a Calígula, a Nerón...
y a Richard Crowley, yo!
El acto de deglución del
cadáver de mamá fue como un parto al revés. Por mi capricho ella se iba a
transformar en proteínas de vida dentro del cuerpo de Sheebae, mientras que
suyo fue el mérito de darme la existencia expulsándome desde su interior.
¿No es esta la mejor
demostración de las cotas de terror que fui capaz de soportar sin dejarme
vencer por los prejuicios sociales y morales de los lazos sanguíneos...?».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.
«Ahora sé que la policía viene a detenerme. Esta
mañana me ha telefoneado un viejo amigo, alertándome porque ignora la magnitud
de mi conducta, la cual, según los convencionalismos de una civilización de
cobardes, es considerada un delito infrahumano.
¿Cómo podría escapar si no
dispongo del tiempo suficiente para llevarme a la reina de las serpientes?
Después de las seis horas que
me ha llevado rellenar estas páginas de mi cuadernillo de anotaciones, ya solo
me resta una decisión: entregarme al abrazo de Sheebae, para encontrar mi
féretro en su poderoso cuerpo, y ser así “más suyo” que de ninguna otra forma;
llevarme al más allá la certeza de que no ha existido en el mundo mayor Amor
que el que me une a la más bella y satánica de las criaturas vivas.
Dentro de unos segundos, cuando
abandone la escritura y marche en busca del más fantástico de los suicidios
románticos, contaré con otro placer en exclusiva: saber cómo va a producirse mi
muerte, segundo a segundo, y cómo mi cadáver irá siendo “sepultado” en el
espléndido cuerpo de mi amada, convirtiéndome en una parte vital de la
magnificación del poderío irracional que ella, la reina de las serpientes,
representa.
P. D.: Si
no entendéis mi comportamiento, peor para vosotros, ¡cobardes!».
«Sheebae, la reina de las serpientes», Carter Scott.
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