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martes, 5 de noviembre de 2013

Octave Mirbeau - El jardín de los suplicios (fragmentos)

«En cuanto Clara hubo desaparecido detrás del follaje del jardín, me asaltó el remordimiento de estar allí. ¿Por qué había vuelto? ¿A qué locura, pues, a qué cobardía había cedido? Recordará el lector que una vez, en el barco, ella me dijo: “Cuando seas demasiado infeliz, te irás!”. Yo me creía fortalecido por todo mi pasado infame... y no era en realidad más que un niño estúpido e inquieto. ¿Infeliz? ¡Oh, sí, lo había sido hasta las peores torturas, hasta el más prodigioso desprecio hacia mí mismo! ¡Y me había marchado! Por una ironía realmente persecutoria, para huir de Clara había aprovechado el paso por Cantón de una misión —parecía destinado a las misiones— que iba a explorar las regiones poco conocidas de Annam. Tal vez significaba el olvido, tal vez la muerte. Había pasado dos años, dos largos y crueles años andando... andando. Y ello no había significado ni el olvido ni la muerte. A pesar de las fatigas, de los peligros, la maldita fiebre, ni por un día, ni por un minuto había podido curarme del espantoso veneno que había inoculado en mi carne aquella mujer, y yo sabía que lo que me ataba a ella eran la horrenda podredumbre de su alma y sus crímenes de amor, y que yo mismo era un monstruo, y que me gustaba ser un monstruo. Yo había creído —¿lo creí realmente?— elevarme gracias a su amor, pero en realidad había descendido más abajo, hasta el fondo del abismo envenenado de cuyo olor, una vez respirado, uno no se recupera jamás. Muchas veces, en el corazón de las junglas, poseído por la fiebre después de la etapa, en mi tienda, creí matar mediante el opio la monstruosa y persistente imagen, pero el opio me la evocaba más poderosa, más viva, más imperiosa que nunca. Entonces le escribí unas cartas locas, insultantes, imprecatorias; unas cartas en las que la más violenta execración se mezclaba con la más sumisa de las adoraciones. Ella me respondió con unas cartas encantadoras, inconscientes y quejosas, que a veces encontraba en las ciudades y los puestos por donde pasábamos. Ella también se declaraba infeliz por mi abandono; lloraba, suplicaba, me llamaba… No encontraba más excusa que esta: “Comprende pues, querido mío —me escribía—, que yo no tengo el alma de tu horrible Europa. Yo llevo en mí el alma de la vieja China, que es mucho más hermosa”. Ah, cómo pude resistirme durante tanto tiempo al mal deseo de abandonar a mis compañeros y volver a aquella ciudad maldita y sublime, a aquel infierno delicioso y torturante donde Clara respiraba y vivía en medio de voluptuosidades desconocidas y atroces que ahora me hacían morir por no participar en ellas. Y volví a ella, como el asesino regresa a la escena del crimen».

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