«Pero resultaba difícil avanzar. Las plantas,
los árboles, la atmósfera, el suelo... Todo estaba lleno de moscas, de insectos
ebrios, de coleópteros fieros y guerreros, de mosquitos ahítos. Toda la fauna
de los cadáveres eclosionaba allí por miríadas, a nuestro alrededor, bajo el
sol... Larvas inmundas se retorcían en los charcos rojos, caían de las ramas en
blandos racimos... La arena parecía respirar, parecía caminar, levantada por un
movimiento, un pulular de vivda vermicular. Nosotros, ensordecidos, cegados,
nos veíamos detenidos a cada momento por aquellos enjambres zumbadores que se
multiplicaban y me hacían temer que Clara sufriera picaduras mortales. ¡Y, a
veces, teníamos la horrible sensación de que los pies se nos hundían en la
tierra empapada, como si hubiese llovido sangre!
—¡Todavía no has visto nada!
—repetía Clara—. ¡Sigamos avanzando!
Y he aquí que, para completar
el drama, aparecieron rostros humanos... Equipos de obreros que, con paso
indolente, venían a limpiar y reparar los instrumentos de tortura, pues ya
había pasado la hora de las ejecuciones en el jardín. Nos miraron, sin duda
extrañados de encontrar en aquel momento y en aquel lugar a dos seres aún vivos
y que conservaban la cabeza, los brazos y las piernas. Más lejos, agachado en
el suelo, en la postura de un buda de adorno, vimos a un alfarero barrigudo y
bonachón que barnizaba jarros para flores, acabados de cocer; a su lado, un
cestero, con dedos indolentes y certeros, trenzaba con flexibles juncos y paja
de maíz ingeniosas protecciones para las plantas; en una muela, un jardinero
afilaba su navaja de injertar entonando melodías populares, mientras una mujer,
masticando hojas de betel y balanceando la cabeza, fregaba plácidamente una
especie de fauces de hierro cuyos agudos dientes todavía conservaban en la punta
inmundos restos humanos. También vimos a unos niños que mataban ratas a
bastonazos, y las metían en cestos. Y, a lo largo de las empalizadas, famélicos
y feroces, arrastrando el imperial esplendor de su ropaje por el fango sanguinolento,
los pavos reales: bandadas de pavos reales atrapaban con el pico la sangre que
surgía del corazón de las flores, y con cloqueos carnívoros devoraban las
piltrafas de carne pegadas a las hojas».
No hay comentarios:
Publicar un comentario