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martes, 5 de noviembre de 2013

Octave Mirbeau - El jardín de los suplicios (fragmentos)

«Pero resultaba difícil avanzar. Las plantas, los árboles, la atmósfera, el suelo... Todo estaba lleno de moscas, de insectos ebrios, de coleópteros fieros y guerreros, de mosquitos ahítos. Toda la fauna de los cadáveres eclosionaba allí por miríadas, a nuestro alrededor, bajo el sol... Larvas inmundas se retorcían en los charcos rojos, caían de las ramas en blandos racimos... La arena parecía respirar, parecía caminar, levantada por un movimiento, un pulular de vivda vermicular. Nosotros, ensordecidos, cegados, nos veíamos detenidos a cada momento por aquellos enjambres zumbadores que se multiplicaban y me hacían temer que Clara sufriera picaduras mortales. ¡Y, a veces, teníamos la horrible sensación de que los pies se nos hundían en la tierra empapada, como si hubiese llovido sangre!
—¡Todavía no has visto nada! —repetía Clara—. ¡Sigamos avanzando!

Y he aquí que, para completar el drama, aparecieron rostros humanos... Equipos de obreros que, con paso indolente, venían a limpiar y reparar los instrumentos de tortura, pues ya había pasado la hora de las ejecuciones en el jardín. Nos miraron, sin duda extrañados de encontrar en aquel momento y en aquel lugar a dos seres aún vivos y que conservaban la cabeza, los brazos y las piernas. Más lejos, agachado en el suelo, en la postura de un buda de adorno, vimos a un alfarero barrigudo y bonachón que barnizaba jarros para flores, acabados de cocer; a su lado, un cestero, con dedos indolentes y certeros, trenzaba con flexibles juncos y paja de maíz ingeniosas protecciones para las plantas; en una muela, un jardinero afilaba su navaja de injertar entonando melodías populares, mientras una mujer, masticando hojas de betel y balanceando la cabeza, fregaba plácidamente una especie de fauces de hierro cuyos agudos dientes todavía conservaban en la punta inmundos restos humanos. También vimos a unos niños que mataban ratas a bastonazos, y las metían en cestos. Y, a lo largo de las empalizadas, famélicos y feroces, arrastrando el imperial esplendor de su ropaje por el fango sanguinolento, los pavos reales: bandadas de pavos reales atrapaban con el pico la sangre que surgía del corazón de las flores, y con cloqueos carnívoros devoraban las piltrafas de carne pegadas a las hojas».

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