«Llegamos a una avenida que conducía al estanque
central, y los pavos reales, que hasta entonces nos habían seguido, de pronto
se dispersaron con gran ruido, a través de los macizos y los prados del jardín.
Aquella avenida, muy ancha,
estaba bordeada a cada lado de árboles muertos, inmensos tamarindos cuyas
gruesas ramas desnudas se entrecruzaban en duros arabescos sobre el cielo. En
cada árbol se había cavado un nicho. La mayoría estaban vacíos; algunos
contenían cuerpos de hombres y mujeres violentamente retorcidos y sometidos a
suplicios repulsivos y obscenos. Delante de los nichos ocupados, una especie de
secretario judicial vestido de negro se detenía de pie, muy serio, con un
escritorio sobre el vientre y un registro en las manos.
—Es la avenida de los acusados
—me dijo Clara—. Y estos hombres que ves de pie están ahí solo para recoger las
confesiones que el sufrimiento prolongado podría arrancar a esos infelices. No
suelen confesar... prefieren morir así antes que tener que arrastrar su agonía
en las jaulas del penal y finalmente perecer en otros suplicios. Generalmente
los tribunales no abusan de la acusación, salvo en casos de delitos políticos.
Suelen juzgar en bloque, por hornadas, a la buena de Dios. Por otra parte, ya
ves que los acusados no son numerosos y que casi todos los nichos están vacíos.
Pero eso no quita que la idea sea muy ingeniosa. Creo que la han tomado de la
mitología griega. Es una transposición, a lo horrible, de la encantadora fábula
de las dríades, cautivas en los árboles».
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