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domingo, 5 de mayo de 2013

Manuel del Palacio — «Las flores de mayo»


LAS FLORES DE MAYO

LEYENDA

A mi antiguo y cariñoso amigo,
Antonio Sánchez Moguel

I.

En mil ochocientos ocho,
como supondrán ustedes
y como yo decir debo
aunque el rubor me avergüence,
Madrid era, en punto á luces,
un pueblo de mala muerte.
Desconocido el petróleo,
el gas sin saber qué hacerse,
y siendo caso inaudito
estar despierto á las nueve,
sólo alumbraban las calles,
y eso en las fiestas solemnes,
algunas cuantas docenas
de farolillos de aceite
con que el buen Carlos Tercero
quiso alegrar las paredes,
y los devotos candiles
que en cien sitios diferentes
á cuadritos y retablos
daban sombra casi siempre.
De aquella edad la memoria,
que hoy un sueño nos parece,
á hay quien viva conserva
porque á la niñez le vuelve,
y sé por más de un testigo
de aquel tiempo y á par de éste,
que el misterio y la poesía
tuvieron allí un albergue,
que hace ya bastantes años
les niegan nuestros hoteles.
Y es en el Madrid de entonces,
sin luces y con franceses,
en el Madrid de las majas
y los chisperos rebeldes,
donde á entrar nos atrevemos
por más que es de noche y llueve,
y que vamos á una calle
muy desierta y poco alegre,
que se llamó y aún se llama
la calle de la Cruz Verde.

II.

Espiraba el primer día
de Mayo, mes de las flores,
y en el reloj de San Plácido
sonaba la media noche.
triste y empañado el cielo
por oscuros nubarrones,
dejaba paso á la lluvia,
del viento juguete dócil,
que azotaba los cristales
con acompasados golpes.
Sin duda á saber la causa
de aquel extraño redoble,
o de respirar ansiosa
la fresca brisa que corre,
ó por algo que ella sabe,
ó porque á alguno le importe,
á un balconcito muy bajo
está asomada una joven.
La luz que de adentro viene
ilumina en ocasiones
una cabellera rubia
que un lazo negro recoge,
y en un rostro nacarado
dos ojos como dos soles.
Del cuerpo no se ve nada,
que del balcón hasta el borde,
ya en el suelo sostenidos,
ya atados á los barrotes,
cien búcaros diferentes
forman un espeso bosque:
rosas de nieve y de grana
que ya sus capullos rompen;
amarillos alelíes,
matas de claveles dobles
confundidos y mezclados
con arrayanes y bojes,
ya entre los hierros se asoma,
ya junto al muro se esconden.
Parece el balcón el marco
que á muchas Vírgenes ponen,
y al ponérselo á la niña
no anduvo el artista torpe.
todo en torno era silencio;
pero de repente oyóse
al extremo de la calle
el rápido andar de un hombre
y de un farol moribundo
á los tibios resplandores,
pudo verse á un guapo mozo
de aire y continente nobles,
terciada al hombro la capa  
y en la cintura el estoque,
llegar del balcón enfrente,
y al sentir un: —¡buenas noches!
quedarse clavado en tierra
ni más ni menos que un poste.
—¿Eres tú, luz de mis ojos,
tú, mi querida Dolores?—
murmuró al fin el mancebo
con enamoradas voces.
—Sí, yo soy, Enrique mío;
mas por si alguien mira ú oye,
ponte donde no te vean
y háblame sin que me nombres.
—¿Me esperabas?
                                — Hace rato:
sé que siempre te recoges
á estas horas, y quería
que, al par que de tus amores,
me hablaras de lo que ocurre,
pues aun cuando no me importe,
por ti y por mi madre vivo
sufriendo penas atroces.
Ella no me dice nada,
pero algunas expresiones
que he cogido á las vecinas
me hacen temer algún choque
que nuestra dicha destruya
antes que gozarla logre.
—Tranquilízate, mi dueño,
y por nada te incomodes,
que antes que se acabe el mundo
ya nos pondremos á flote.
Hoy es primero de Mayo,
y aunque el demonio lo estorbe,
para el quince, Dios mediante,
nos echan las bendiciones.
Cierto que algo se prepara,
yo no sé cómo ni dónde,
y que nadie está contento
pues no hay huésped que no enoje;
pero las cosas políticas
son para gentes de Corte,
y ya habrá alguno que arregle
lo que los otros embrollen.
Yo, pobre oficial de guardias,
bailaré al son que me toquen,
y seré feliz en tanto
que cual te adoro me adores.
—¿Lo dudas?
                       —Fuera ofenderte.
—Pues vete tranquilo.
                               —Voyme.
—¿Volverás luego?
                                 —Esta tarde.
—Alegre te aguardo entonces.
—Retírate ya, bien mío.
—¿Y tú?
                —Si es que no te opones,
voy á robarte una rosa.
—No hace falta que la robes:
las primeras que han abierto
bien es que tu pecho adornen;
para ti voy á arrancarlas.
—Sí, pero no las arrojes,
que por bellas y por tuyas
no consiento que se enloden.
En dos brincos las alcanzo
—Cuidado, que madre tose;
tómalas, y adiós, Enrique.
—Adiós.
                  —Y basta.
                                     —Á tus órdenes.
Y á la vez que se sentía
de un beso el mágico acorde,
en el inmediato huerto
cantaban dos ruiseñores.

III.

Noche fue aciaga y terrible
la noche del dos de Mayo;
noche en que hasta el sueño esquivo
hizo duro el yugo blando.
Sobre todo en Maravillas
nadie durmió con descanso,
que el odio desveló á muchos
y á no pocos el espanto.
Eran las nueve y estaban
los faroles apagados,
sin que en puertas ni balcones
de una luz se viera el rastro.
Apenas un ser viviente
transitaba por el barrio,
y los pocos que lo hacían
iban solos y á buen paso.
Por eso se santiguaban
los que, con asombro y pasmo,
por la calle del Tesoro
vieron, asidas del brazo,
dos mujeres encubiertas
que, cayendo y tropezando,
de un postigo iban en busca
junto al cual hicieron alto:
—¿Es aquí? Con triste acento
dijo la de menos años.
—Sí, hija mía; ésta es la casa
que yo soñé fuera de ambos.
La llave en la cerradura
metió con incierta mano,
y prontamente en la sombra
las sombras se evaporaron.
Y era aquella la morada
de don Enrique Gallardo,
que del corazón altivo
al poderoso mandato,
después de pasar el día,
combatiendo como bravo,
frente de su misma puerta,
cayó de su madre en brazos.
Y son su madre y su amada
las que en su alcoba velando
ven por la herida escaparse,
sin dolor y sin desmayo,
el alma donde sus almas
amantes depositaron.
Al ver entrar á Dolores,
y al ver en sus ojos llanto,
incorporóse el herido,
y atrayéndola á su lado:
—Gracias, dijo, prenda mía;
siento el dolor que te causo,
pero no quiero morirme
sin que tú cierres mis párpados.
—No querrá el cielo que mueras.
—Es mi destino, y le acato,
que la gloria que en ti pierdo
para mi patria la gano.
¡Maldiga Dios al infame
que, con hipócrita engaño,
vino de lejanas tierras
nuestra ventura á robarnos;
y sorpréndale la muerte,
lejos de su bien más caro,
en suelo donde no nazcan
ni flores el mes de Mayo!
—Por favor, Enrique mío,
modera tus arrebatos,
no aflijas más á dos pobres
mujeres que te adoramos.
—Es verdad, ya estoy sereno,
y bien necesito estarlo,
que de mi triste partida
siento que se acerca el plazo.
¿Ves estas flores? No ha mucho
que, besadas por tus labios,
sobre mi pecho las puse,
emblema de amor sagrado.
Si eran blancas y son rojas,
no me culpes por el cambio;
las lágrimas que te debo
con gotas de sangre pago.
Guárdalas, y cuando secas
se truequen en polvo vano,
arroja al aire ese polvo,
como semilla de daños,
que del coloso á las plantas
produzca frutos amargos.
¿Así lo harás?
                         —Te lo juro,
que á ti sólo me consagro,
y, vivas ó mueras, nadie
podrá romper estos lazos.
—Sí, Dolores, sólo mía,
que este pensamiento grato
es de mis heridas todas
el más saludable bálsamo.
Mi madre será la tuya,
sé de su vejez amparo,
y espera en calma que llegue
de unirte conmigo el plazo.
No puedo más de mis ojos
se va tu imagen borrando.
¡Madre! ¿De quién es la sombra
que apenas á ver alcanzo?
—Don Gaspar, el sacerdote,
viene á verte y te lo traigo.
—Bien hiciste, madre amada,
dejadme con él un rato.
Oyóse algunos minutos
un triste acento apagado,
luego un grito, uno tan sólo,
después plegarias y llantos;
mientras el alma de Enrique
iba cruzando el espacio,
viendo la ventura arriba,
dejando el dolor abajo.

IV.

Han pasado muchos meses
desde la anterior historia,
que ya ninguno recuerda
pues todo el tiempo lo borra.
Y es una tarde de otoño
serena y encantadora,
y están tocando á oraciones
en un convento de monjas,
de los varios que hermosean
los contornos de Segovia.
de la torre en lo más alto
se vislumbra humana forma;
es una joven novicia
que arrodillada solloza,
al par que dirige al cielo
frases de angustia muy hondas.
—¡Dios mío! —exclama— tú fuiste
quien me llevó á la victoria,
y al fin me encuentro contigo
y con mi conciencia á solas.
Cumplidos mis juramentos
nada ya que hacer me toca,
y á ti vengo, sin que anuble
mi pensamiento una sombra.
Me concediste dos madres
y las dos en paz reposan;
prometí ser fiel á un hombre
y aun mi corazón le adora.
Un encargo, uno tan solo
dio al olvido mi memoria,
que por el odio engendrado
me llenaba de zozobras.
Hoy que del mundo me alejo
como quien vence y perdona
dejar libre quiero el alma
de este peso que me agobia.
¡Flores primeras de Mayo,
de mi amor tempranas rosas,
fuisteis robadas al aire,
y el aire es quien os recobra!
Mas si en sus alas un día
os lleva la suerte loca
de nuestro fiero verdugo
hasta rozar la corona,
de una mujer desdichada
no le contéis las congojas,
que suele ser el martirio
compañero de la gloria,
y yo trocar no quisiera
por la suya mi aureola.
Partid á los cuatro vientos,
porque mañana á estas horas
la desposada de Enrique
será del Señor esposa.
Cuando nuevo Prometeo
encadenado á la roca,
espiraba en Santa Elena
el prisionero de Europa,
sobre la tierra movida
que en oprimirle se goza,
dos ó tres flores humildes
entreabrieron sus corolas.
¡Cinco de Mayo era el día!
¡Flores de Mayo preciosas,
hermanas quizá de aquellas
que absorbieron gota á gota,
con la sangre de un soldado
las lágrimas de una monja!

MANUEL DEL PALACIO

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