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viernes, 14 de marzo de 2014

Citas de La lluvia amarilla, de Julio Llamazares

Tal y como hicimos con Águilas y cuervos, aquí tenéis reunidas las citas de La lluvia amarilla, de Julio Llamazares. En negrita está nuestro pie forzado de la noche (en lo que a las citas se refiere).


«Cuando me desperté, estaba amaneciendo. La fría luz que salpicaba los cristales ―restos de hielo y de mi propio sueño― me hizo dudar por un instante de si, en efecto, la nieve no habría profanado ya la casa y yo estaría ahora sepultado bajo ella. Desde la ventana, mientras me vestía, contemplé la calle. Había cesado de nevar; pero una niebla espesa, cuajada de amenazas, cubría ahora los árboles y los tejados más cercanos. Una niebla profunda y apretada en la que ―imaginé― se fundiría mansamente un día más el humo de la chimenea de esta casa. En la cocina, sin embargo, el fuego de la lumbre permanecía aún apagado y no encontré a Sabina por ninguna parte. Salí al portal en busca de la perra; pero tampoco estaba. Y, entonces, de repente, como si la luz de la mañana hubiera golpeado con violencia mis sentidos y el infinito desamparo de la casa me estallara entre las manos, una sospecha súbita se apoderó de mí convirtiendo el silencio en una nueva pesadilla y el sueño de la noche en un presentimiento.
En la calle, la niebla se agarraba a las paredes y la humedad helada de la escarcha hacía ya invisible cualquier rastro reciente de pisadas. Un inmenso silencio llenaba todo el pueblo, introducía su larga lengua sucia hurgando en la penumbra de las casas la herrumbre del olvido y el polvo amontonado por los años. […]».


Julio Llamazares, La lluvia amarilla.



«El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento ―el mío coincidió con la muerte de mi madre― en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero ―igual que el que la nieve desprende al derretirse― que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse».

Julio Llamazares, La lluvia amarilla.

«El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento ―el mío coincidió con la muerte de mi madre― en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero ―igual que el que la nieve desprende al derretirse― que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse».

Julio Llamazares, La lluvia amarilla.


«El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento ―el mío coincidió con la muerte de mi madre― en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero ―igual que el que la nieve desprende al derretirse― que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse».

Julio Llamazares, La lluvia amarilla

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