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viernes, 14 de marzo de 2014

Citas de Águilas y cuervos, de Pauline Gedge

Reunimos en esta única entrada todas las citas que leímos de Águilas y cuervos, de Pauline Gedge.

«Si ella le irritaba últimamente, Caradoc lo atribuía a la llegada del invierno, el tiempo en que los hombres esperaban los meses venideros con cinturones ajustados y vientres vacíos, el tiempo del año en que él se limitaba a existir».


Pauline Gedge, Águilas y cuervos.

«A Cunobelin y a su familia no les gustaba particularmente el arte nativo. Preferían los rostros honrados y francos, y los diseños de los alfareros y orfebres romanos, dado que a veces, en una solitaria noche de invierno, las obras complejas y calladas de los artistas nativos parecían cobrar vida y moverse con suavidad, hablando de un tiempo en que los catuvelaunos habían sido una mera advertencia sombría y cargada de presagios traída por la brisa nocturna».

Pauline Gedge, Águilas y cuervos.


«Ese invierno se redescubrieron mutuamente con lentitud y curiosidad, cons-cientes de que, para cada uno, el otro había cambiado de forma irreversible. Ya nada quedaba de aquellos jóvenes que se habían unido en matrimonio tiempo atrás sobre la hierba soleada de Camalodúnum. No obstante, era una aventura, una odisea. Nacieron nuevos placeres. Murieron viejos hábitos. Sólo a veces, en las noches largas y frías, en la intimidad de cada uno, añoraban el pasado y la pareja que habían sido».

Pauline Gedge, Águilas y cuervos.


«Sólo Emrys se aventuraba afuera para deambular por las colinas silenciosas y veladas por el invierno. En las ondulaciones profusas de los riscos y el colorido gris irregular de los bosques, buscaba la forma de volver a ser un hombre entero. Pero las elevaciones de las cimas resplandecientes pertenecían a Sine, así como el brillo cegador del sol nuevo sobre el hielo. Las huellas profundas de los ciervos y los lobos, el ruido glacial del agua sobre las piedras, hasta el aire mismo, frío e insípido, le decían que él y ella juntos habían creado recuerdos en estas montañas que permanecerían en su lengua, en su nariz, ante sus ojos, siempre que se viera forzado a errar entre sus piedras. Lloró con los arroyos y gritó su nombre con el cortante viento invernal. Por las noches, los lobos aullaban por ella, la luna la buscaba, pero aunque Sine le hablaba desde las profundidades de cada escarpado valle que recorría, no volvió a él. Los días eran días de una soledad devastadora. Las noches eran horas de un ayer ya muy lejano. Cuando el sol volvió a calentar la tierra, Emrys abandonó sus vagabundeos».

Pauline Gedge, Águilas y cuervos.


«La nieve se había transformado en lluvia, pero cuando los cielos volvieron a despejarse, la temperatura había descendido y se mantuvo lóbregamente baja, con los carámbanos colgando de los aleros de las chozas y las casas. Boudicca estaba abatida y tensa, inmersa en un estado de ánimo causado por algo más que el lento sufrimiento que le producía la muerte de su esposo, pero culpaba al clima. El invierno era duro para hombres y animales, y ese invierno presagiaba ser el más duro de todos. El bosque denso estaba paralizado de frío y los árboles, erguidos con una rigidez quebradiza, resplandecían con la escarcha. El río comenzó a congelarse. Hombres y bestias se apiñaban juntos con la misma expectación irracional y melancólica, y ni siquiera el frío resplandor del sol de mediodía sobre la diáfana blancura de los pantanos lograba levantarles el ánimo. Sentían que la primavera no llegaría nunca y que, de hacerlo, sería demasiado tarde...; para qué, no podían explicarlo. Lo único que sabían era que la muerte de Prasutugas había significado el fin de algo irreemplazable y hasta ese momento, no había nada que llenara ese vacío, y quizá nunca lo habría. La tribu era como un bote sin remos que se mecía fuera del alcance de una corriente bulliciosa».

Pauline Gedge, Águilas y cuervos.

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