«Si ella le irritaba
últimamente, Caradoc lo atribuía a la llegada del invierno, el tiempo en que
los hombres esperaban los meses venideros con cinturones ajustados y vientres
vacíos, el tiempo del año en que él se limitaba a existir».
Pauline
Gedge, Águilas y cuervos.
«A Cunobelin y a su familia no
les gustaba particularmente el arte nativo. Preferían los rostros honrados y
francos, y los diseños de los alfareros y orfebres romanos, dado que a veces,
en una solitaria noche de invierno, las obras complejas y calladas de los
artistas nativos parecían cobrar vida y moverse con suavidad, hablando de un
tiempo en que los catuvelaunos habían sido una mera advertencia sombría y
cargada de presagios traída por la brisa nocturna».
Pauline
Gedge, Águilas y cuervos.
«Ese invierno se redescubrieron
mutuamente con lentitud y curiosidad, cons-cientes de que, para cada uno, el
otro había cambiado de forma irreversible. Ya nada quedaba de aquellos jóvenes
que se habían unido en matrimonio tiempo atrás sobre la hierba soleada de
Camalodúnum. No obstante, era una aventura, una odisea. Nacieron nuevos
placeres. Murieron viejos hábitos. Sólo a veces, en las noches largas y frías,
en la intimidad de cada uno, añoraban el pasado y la pareja que habían sido».
Pauline
Gedge, Águilas y cuervos.
«Sólo Emrys se aventuraba
afuera para deambular por las colinas silenciosas y veladas por el invierno. En
las ondulaciones profusas de los riscos y el colorido gris irregular de los
bosques, buscaba la forma de volver a ser un hombre entero. Pero las
elevaciones de las cimas resplandecientes pertenecían a Sine, así como el brillo
cegador del sol nuevo sobre el hielo. Las huellas profundas de los ciervos y
los lobos, el ruido glacial del agua sobre las piedras, hasta el aire mismo,
frío e insípido, le decían que él y ella juntos habían creado recuerdos en estas
montañas que permanecerían en su lengua, en su nariz, ante sus ojos, siempre
que se viera forzado a errar entre sus piedras. Lloró con los arroyos y gritó
su nombre con el cortante viento invernal. Por las noches, los lobos aullaban
por ella, la luna la buscaba, pero aunque Sine le hablaba desde las profundidades
de cada escarpado valle que recorría, no volvió a él. Los días eran días de una
soledad devastadora. Las noches eran horas de un ayer ya muy lejano. Cuando el
sol volvió a calentar la tierra, Emrys abandonó sus vagabundeos».
Pauline
Gedge, Águilas y cuervos.
«La nieve se había transformado
en lluvia, pero cuando los cielos volvieron a despejarse, la temperatura había
descendido y se mantuvo lóbregamente baja, con los carámbanos colgando de los
aleros de las chozas y las casas. Boudicca estaba abatida y tensa, inmersa en
un estado de ánimo causado por algo más que el lento sufrimiento que le
producía la muerte de su esposo, pero culpaba al clima. El invierno era duro
para hombres y animales, y ese invierno presagiaba ser el más duro de todos. El
bosque denso estaba paralizado de frío y los árboles, erguidos con una rigidez
quebradiza, resplandecían con la escarcha. El río comenzó a congelarse. Hombres
y bestias se apiñaban juntos con la misma expectación irracional y melancólica,
y ni siquiera el frío resplandor del sol de mediodía sobre la diáfana blancura
de los pantanos lograba levantarles el ánimo. Sentían que la primavera no
llegaría nunca y que, de hacerlo, sería demasiado tarde...; para qué, no podían
explicarlo. Lo único que sabían era que la muerte de Prasutugas había
significado el fin de algo irreemplazable y hasta ese momento, no había nada
que llenara ese vacío, y quizá nunca lo habría. La tribu era como un bote sin
remos que se mecía fuera del alcance de una corriente bulliciosa».
Pauline
Gedge, Águilas y cuervos.
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