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viernes, 13 de febrero de 2015

Friedrich Hölderlin - Hiperión

«¡Esto, por ejemplo, amigo mío!: lo triste es que nuestro espíritu toma tan de buen grado la forma del corazón extraviado, conserva tan a gusto la tristeza fugaz, que el pensamiento mismo, que debía ser quien sanara los dolores, se pone él también enfermo, que el jardinero se rasga a menudo la mano en los rosales que debía plantar. Esto hace que muchos hombres, como Orfeo, hayan sido tenidos por locos por otros que, si no, hubieran sido gobernados por ellos. Esto ha hecho a menudo que las más nobles naturalezas sirvieran de escarnio a las gentes que andan por las calles; éste es el escollo para los favoritos del cielo, que su amor es potente y delicado, como su espíritu, que las olas de su corazón se agitan con más fuerza y más deprisa que el tridente con que el dios de los mares las gobierna, y por eso, ¡amigo mío!, nadie debe sentirse por encima de los demás».

«¡Cómo odio, por el contrario, a todos esos bárbaros que creen ser sabios porque ya no tienen corazón, a todos esos monstruos groseros que matan y destruyen de mil modos la belleza juvenil con su mezquina e irracional disciplina!».

«Quien se limite a aspirar el perfume de esta flor mía no llegará a conocerla, pero tampoco la conocerá quien la corte solo para aprender de ella».

«También resulta descorazonador contemplar a vuestros poetas, a vuestros artistas y a todos aquellos que se preocupan todavía del genio y aman y cultivan lo hermoso. ¡Pobrecillos! Viven en el mundo como forasteros en su propia casa, son como el paciente Ulises cuando, con aspecto de mendigo, estaba sentado ante su propia puerta, mientras los insolentes pretendientes alborotaban en el salón y preguntaban: “¿Quién nos ha traído a ese vagabundo?”
En el pueblo alemán, los discípulos de las musas crecen llenos de amor, de espíritu y de esperanza; los ves siete años más tarde y andan errantes como sombras, silenciosos y fríos, son como un terreno que el enemigo ha sembrado de sal para que en él no crezca nunca más ni una brizna de hierba; y cuando hablan, ¡ay de aquél que les comprende, que en sus titánicos asaltos y en sus tretas proteicas solo ve la lucha desesperada que su hermoso espíritu destruido lleva a cabo contra los bárbaros con los que él tiene que enfrentarse!».

«Dejaba con gusto que cada cual expresara sus opiniones y sus errores. Yo me había convertido, pero no quería convencer a nadie más, solo me resultaba triste ver que la gente creía que yo no rechazaba sus bufonadas porque las tenía en tan alto aprecio como ellos mismos. No quería someterme a todas sus necesidades, pero trataba solo de evitarlas cuando podía. “¡Al fin y al cabo son su alegría”, pensaba, “y viven de ellas!”
Incluso llegaba a menudo a participar, a colaborar, y aunque permanecía entre ellos indiferente, desprovisto de todo entusiasmo, nadie lo notaba, nadie echaba nada en falta, y si les hubiera dicho que me disculparan se habrían quedado parados, se habrían admirado de mis palabras y hubieran preguntado: ¿pero qué nos has hecho?... ¡Qué delicados!”».

«Yo había crecido como una cepa sin tutor, y mis sarmientos silvestres se extendían por el suelo sin dirección precisa. Tú sabes cuantos nobles impulsos se pierden en nosotros porque no los empleamos. Yo andaba errante como un alma en pena, aferrándome a todo, siendo aferrado por todo, pero siempre por un momento, y mis fuerzas, inútiles, se agotaban en vano. Sentía que en todas partes me faltaba algo, y sin embargo, no lograba encontrar mi meta. Así fue como él me encontró».

«“No puedes convencer a nadie”, le dije entonces con íntima devoción; “tú persuades, seduces a los hombres antes de abrir la boca; cuando hablas no es posible la duda, y el que no duda no puede ser convencido”».

«Solo cuando cantaba se reconocía a la amada silenciosa, que tan poco gustaba de expresarse con palabras.
Entonces, solo entonces, aparecía la divina taciturna en toda su majestad y encanto; entonces exhalaba de sus finos labios bermejos un como mandamiento de los dioses, entre oración y caricia. ¡Cómo se agitaba el corazón con aquella divina voz, cómo aparecía todo lo grande y lo humilde, toda la alegría y la tristeza de la vida, embellecida por la nobleza de aquellos acentos!
Como la golondrina que atrapa las abejas en pleno vuelo, así se apoderaba ella siempre de todos nosotros.
No era ni placer ni admiración, era la paz del cielo la que se derramaba sobre nosotros.
Mil veces se lo he dicho y me lo he dicho a mí mismo: lo más hermoso es también lo más sagrado. Y así era todo en ella. Como su canto, así era su vida».

«Aquel alma era mi Leteo, mi sagrado Leteo, donde bebía el olvido de la existencia; cuando estaba ante ella, como un inmortal, me desvanecía alegremente, y como tras una pesadilla tenía que reírme de todas las cadenas que me habían oprimido.
¡Oh, con ella me habría convertido en un hombre feliz, excelente!
¡Con ella! Pero no fue así, y ahora vagabundeo por lo que hay en mí y ante mí y más lejos, y no sé qué debo hacer de mí y de las demás cosas».

«Se dice que una loba amamantó a niños que habían sido arrancados del pecho de la madre y arrojados al bosque.
Mi corazón no ha tenido tanta suerte».

«Construyo a mi corazón una tumba para que pueda descansar en ella; me encierro en mí mismo como una larva, porque afuera solo hay invierno; me protejo de la tormenta con los recuerdos más felices».

«Es increíble que el hombre tenga miedo de lo más hermoso, pero así es».

«“Me he vuelto demasiado ocioso”, me decía, “demasiado amante de la paz, demasiado etéreo, demasiado indolente… Alabanda mira al mundo como un noble piloto. Alabanda es activo y busca en la ola su presa; ¿y tus manos duermen en tus rodillas?, ¿y con palabras quisieras tener bastante?, ¿y con fórmulas mágicas quieres conjurar al mundo? Pero tus palabras son como copos de nieve, inútiles, y solo enturbian el aire, y tus voces mágicas son para los creyentes, pero los incrédulos no te escuchan… ¡sí!, ¡ser manso a su debido tiempo es muy hermoso, pero ser manso a destiempo es feo, porque es cobarde!... ¡Oh, Harmodio, yo quiero ser como tu mirto, como tu mirto donde se escondía una espada! No quiero que mi ociosidad haya sido en balde, y mi sueño ha de ser como aceite cuando se le acerca la llama. No quiero ser un espectador cuando haya que actuar, no quiero andar de aquí para allá, preguntando por las novedades cuando Alabanda reciba sus laureles”».

«Solo quien actúa con toda el alma no se equivoca nunca».

«El hombre no puede disimular que hubo un tiempo en que fue feliz como los ciervos del bosque, y a pesar de los incontables años transcurridos, se apunta todavía en nosotros la nostalgia por los días de aquel mundo originario en que todos recorrían la tierra como dioses, antes de que no sé qué domesticara a los hombres, cuando todavía les rodeaban por todas partes no muros y maderas muertas, sino el alma del mundo, el aire sagrado».

«¡No, por la sagrada Némesis! Me ha pasado lo que tenía que pasarme, y debo soportarlo y lo soportaré hasta que el dolor me arranque el último resto de conciencia».


«Amigo, estoy tan tranquilo, pues no quiero tener nada mejor que lo que tienen los dioses. ¿No debe sufrir todo lo que existe, y más profundamente cuanto más excelso es? ¿No sufre la sagrada naturaleza? ¡Oh, mi divinidad, que tú puedas estar tan triste como feliz, es algo que durante mucho tiempo no pude comprender! Pero el bienestar sin sufrimiento es sueño, y sin muerte no hay vida. ¿Querrías ser eternamente como un niño y dormitar como la nada? ¿Renunciar al triunfo? ¿No recorrer la escala de los perfeccionamientos? ¡Sí, sí! el dolor es digno de habitar en el corazón humano y de emparentarse contigo, ¡oh naturaleza! Porque solo él conduce de un placer a otro, y no hay más compañero que él...».

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