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viernes, 13 de febrero de 2015

La guerra de la Reina Araña

Desintegración

«—Me pregunto por qué este distrito siempre parece tan sórdido, incluso en las raras ocasiones en las que uno se encuentra una plaza o una avenida solitarias. Supongo que es por el olor; después de todo, no es por nada que las llamamos las calles apestosas. No obstante, aunque los edificios son más modestos que los que vemos en otros distritos, conservan las gráciles formas que nuestros antepasados tallaron en la roca viva.
Los maestros se detuvieron para dejar pasar a una araña, con patas tan largas como espadas, que cruzaba la calle. Era de todos sabido que en el Braeryn vivían auténticas hordas de tales criaturas sagradas. Sagradas o no, Pharaun repasó mentalmente la lista de hechizos de los que disponía, sin embargo el arácnido no prestó atención a los drows disfrazados.
—Es una consideración estúpida —espetó Ryld—. ¿Por qué el Braeryn parece tan repugnante? ¡Por sus habitantes!
—Ah, ¿pero ha sido el rechazo de nuestra sociedad lo que ha generado la atmósfera de este distrito, o acaso desde el principio existía aquí un espíritu maligno que ha atraído a estos desgraciados?
—A mí no me hables de metafísica. Todo lo que sé es que alguien debería limpiar esta zona de carroñeros.
Pharaun se rió entre dientes.
—¿Y si te dijera que ya se hizo cuando tú no eras más que un mocoso?
—No me refiero a exterminarlos, excepto los casos perdidos, pero ¿por qué permitimos que vivan aquí, en su propia porquería, como una llaga purulenta en la ciudad? ¿Por qué no les buscamos una ocupación?
—Pero si ya son útiles. El estatus lo es todo, ¿verdad? Lo cual implica que ningún menzoberranio puede sentirse satisfecho si no tiene alguien al que mirar con desprecio.
—Tenemos esclavos.
—No sirven para eso. Si predicas que también ellos deben sentir respeto por su propia existencia, estás reconociendo de manera tácita que tú mismo sólo eres un poco mejor que un esclavo. Por suerte las calles apestosas están atestadas de populacho que se muere de hambre, seres asquerosos, sin un penique, plagados de enfermedades, que viven hacinados veinte o treinta en una sola habitación y, no obstante, teóricamente son libres. El más humilde plebeyo de Hacinas o incluso de Myr Este puede mirarlos por encima del hombro con petulancia». 

«Seguro de que nadie lo oiría en medio del barullo ambiental, Ryld acercó su cabeza a la de Pharaun y le dijo:
—Creo que no es más que una fiesta.
—¿Ves que celebren algo? —El nuevo rostro porcino de Pharaun mostraba la nariz y un colmillo rotos—. Yo creo que no. Armarían mucho más jaleo. Observa a esas hembras goblins charlando y pasándose una botella —Pharaun señaló con la cabeza a un trío de mugrientas y patizambas criaturas de rostro chato y frente muy inclinada—. Están expectantes. Si siguen igual de atolondradas cuando acabe la reunión, tal vez hallemos consuelo por nuestras frustraciones en sus peludos brazos.
Ryld lanzó un resoplido, totalmente convencido de que su amigo bromeaba… pero de pronto estuvo menos seguro.
—No me digas que has tenido relaciones con una goblin.
—Un verdadero estudioso busca siempre nuevas experiencias. Además, ¿De qué sirve ser un elfo oscuro, un señor de la Antípoda Oscura, si no explotas en todos los aspectos a las razas inferiores?».

«El mal, al igual que el caos, era una de las fuerzas fundamentales de la creación, presente tanto en el macrocosmos del ancho mundo como en el microcosmos de las almas individuales. Mientras que el caos generaba posibilidad e imaginación, el mal engendraba fuerza y voluntad. Por él, los seres sensibles aspiraban a las riquezas y el poder; les permitía someter, asesinar, robar, engañar y, en definitiva, hacer lo necesario para mejorar su situación sin sentir jamás ni una punzada de remordimiento.
Así pues, al mal se debía la existencia de la civilización y de cualquier gran hazaña realizada por cualquier héroe de cualquier época. Sin el mal, los pueblos del mundo vivirían como animales. Era asombroso que tantas razas, cegadas por falsas religiones y filosofías, ignoraran una verdad tan evidente. Por el contrario, los elfos oscuros habían basado su sociedad en el mal, y éste era uno de los factores que explicaban su superioridad respecto a todas las demás razas.
Paradójicamente, no obstante, una pizca del corazón de pura negrura de ese poder, el más oscuro de todos, podía ser letal, al igual que el reconfortante calor del fuego llevado al extremo era destructor. Incluso los pueblos que adoraban al mal por lo general no eran capaces de aprehender el infinito y abrasador mar de maldad que rugía por debajo del mundo material y más allá de él. Desde luego era mejor así, pues incluso un fugaz atisbo transmitiría secretos demasiado grandes y temibles para una mente común. El simple contacto podía aniquilar la cordura e incluso la identidad. Conscientes de la amenaza, la mayor parte de los hechiceros no osaban contemplar directamente esa fuerza y preferían tratar con el mal a través de intermediarios, es decir, los demonios y los espíritus que lo encarnaban».

Insurrección

«“Ejercer el poder siempre requiere este toque sutil”, se recordó Triel cuando el grupo se dispersó y se fueron a sus casas por caminos separados. “Como una fusta, si la sacudes con demasiado vigor, acabas rompiéndola en el esclavo al que intentas espolear”». 

Condenación

  «El mejor engaño —dijo Nimor— no es privar de información al enemigo, sino mostrarle lo que espera ver».

«Lo malo de una traición que abarca todo un campo de batalla —pensó— es que uno no puede estar en todas partes para saborear el momento en su totalidad».

Extinción

► «Somos como arañas que reaccionan ante el temblor de la telaraña. Cuando pensamos que tenemos la presa a nuestra merced, atacamos».

Aniquilación

«Era la más fuerte. Se había dado más banquetes que ningún otro ser vivo. Había matado más que ningún otro. Había aniquilado a todos los que la rodeaban y ni siquiera se había molestado en devorar sus cadáveres antes de arremeter contra los más alejados del combate.
Era la más fuerte. Lo supo cuando otro sucumbió a sus poderosas mandíbulas. Era la que destacaría a través de la matanza y el dominio.
Era la más fuerte.
Los demás lo supieron también muy pronto.
Por eso estaba muerta.
En el caos había inteligencia y finalidad. En el hambre y la matanza había una causa común. Ella era la más fuerte, y los mataría o los dominaría por completo, de modo que todos se unieron y le arrancaron sus ocho patas y la devoraron antes de revolverse unos contra otros.
Otro empezó a destacar a través de la muerte y de los espantosos ataques.
También este sucumbió ante la causa común.
La prueba mortal siguió adelante. El más fuerte murió, pero el más astuto prevaleció. Los manipuladores permanecieron, los que ocultan su fuerza más allá de lo necesario para matar al oponente de turno.
Los que dieron un paso adelante y estuvieron por encima del tumulto murieron.
A lo largo de los milenios, había reconocido a los que eran más fuertes que ella, y los había convencido de que, si no se sometían a su poder, morirían. La fuerza no está relacionada con el tamaño de los músculos, sino con el poder de la astucia.
En el frenesí del alumbramiento, en el fragor de la matanza, estos rasgos se preparan el terreno para la victoria.
Encontrar el momento en que la fuerza individual superaba al poder colectivo para derrotarlo.
Intrigar en plena batalla para destruir a los que eran más fuertes.
Y para algunos, admitir la derrota antes de caer en el olvido, huir y sobrevivir, nuevos demonios del caos que corren libremente por las llanuras y al final sirven al vencedor.
Los números menguan. Los de la izquierda crecen en poder y tamaño.
Cada uno de ellos acechado y vigilado, decidiendo quién debía morir antes de que ella pudiese reinar con carácter absoluto, maniobrando en el caos para provocar ese final deseado.
Los que estaban movidos por un apetito voraz ahora están muertos.
Los que estaban movidos por un mero afán defensivo ahora están muertos.
Los que estaban movidos por el orgullo vano ahora están muertos.
Los que estaban movidos por el instinto de supervivencia están muertos o han huido.
Los que estaban movidos por la astucia permanecieron, sabiendo que solo uno sobrevivirá al final.
A todos los demás solo les quedarían la esclavitud o el olvido. No había otras posibilidades.
Del mismo modo que había manejado a los mortales que la servían como a los que la temían, de la misma manera que había manejado, incluso, a otros dioses a lo largo de los siglos, de igual forma, ella controló su renacimiento. Esta fue la demostración de su voluntad.
No podía ser de otro modo».

«―Ah ―dijo el mago―, o sea que yo te digo el gran secreto y a cambio tú me cuentas otro pequeñito.
―No hay secretos pequeños ―dijo la semisúcubo―, cuando eres tú quién está a oscuras».  

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