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viernes, 26 de abril de 2013

Citas de romeos literarios: Harem, de Colin Falconer


—«Julia se ciñó más la capa alrededor de los hombros y se bajó la capucha sobre la frente, dejando el rostro sumido en sombras. Todavía podía echarse atrás, se dijo. Volvió la cabeza para mirar escaleras arriba. Estaba oscura y fría. Oyó los ronquidos procedentes del dormitorio de la signora Cavalcanti. Cerda.
Abrió unos centímetros la pesada puerta de madera y dirigió su mirada a los grises peldaños de piedra. La claridad hirió sus ojos y entornó los párpados para filtrar el resplandor: Santa María, madre de Dios, perdóname, murmuró. ¡Allí estaba! La góndola permanecía amarrada a la argolla de hierro del primer escalón. El gondolero era un negro alto, con camisa de raso escarlata y mangas acuchilladas, cuyo sombrero de amplias alas llevaba adornos también escarlatas. El hombre se apoyaba en la pértiga con arrogante tranquilidad, casi como si se estuviera burlando del miedo de la joven.
Julia cerró de nuevo la puerta, inspiró con fuerza y apretó los párpados. No era demasiado tarde para retroceder.
¿Retroceder adónde?
Volver a su cuarto y abrir la voluminosa Biblia que tenía en el escritorio. Llevar la labor hasta la ventana para captar la luz y aliviar la tensión de los ojos. Observar a los gondoleros cuando sonreían y agachaban la cabeza, escudriñar los encortinados toldos y preguntarse…
Regresar a su habitación y esperar a aquel senador de sesenta años llamado Serena.
Dio los últimos toques a la capucha y abrió la puerta. Bajó corriendo la escalinata, apartó las cortinas y saltó a bordo de la góndola.
Ahogó un chillido de sorpresa… y horror.
Era negro.
No tan negro como el gondolero, pero desde luego era moro. Lo recordó en el acto: era el muchacho que había estado mirándola en la iglesia de Santa María de los Milagros. Por eso no podía aquel chico abordar al padre de Julia. No sólo no era hijo de un magnífico, ¡sino que ni siquiera era veneciano!
La capucha todavía le ocultaba el rostro, pero Julia tuvo la impresión de que el joven penetraba en su expresión.
—Me han dicho que tengo todas las prendas de un gondolero fino —dijo, sonriente —, pero mi padre no lo permitiría. Cree que el hijo del Defensor de la República debe aspirar a las mayores empresas.
—Vuestro padre…
—… es el capitán general del ejército.
¡Mahamud, el Moro! Había oído hablar de él. Ahora todo tenía sentido.
—Si mi aspecto os parece demasiado ultrajante, mi señora, podéis bajar de la góndola y nunca más volveréis a verme. Porque me arrojaré al río.
Volvió a sonreír y Julia se dio cuenta de que se evaporaba su agravio inicial.
—Sólo puedo estar ausente unos minutos —dijo, pero la voz no se parecía en casi nada a la suya.
El muchacho hizo una seña con la cabeza al gondolero y corrió las cortinas. Julia oyó el ruido metálico de la argolla y el suave chapoteo del agua mientras el gondolero los conducía hacia el centro del canal.
—¿Adónde vamos?
—A ninguna parte. ¿Dónde podemos conversar de manera más anónima que aquí?
Las cortinas de terciopelo azul cubrían los cuatro costados de forma que la intimidad de la minúscula cabina era total. Julia percibió un desagradable olor a moho y nogal. Lo único que podía ver fuera de la cabina eran las alegremente multicolores medias del gondolero, de pie en su puesto del travesaño de boga.
La atención de Julia se centró en su acompañante. Comprobó que era joven, casi tan joven como ella. Su piel tenía el color de la nogalina, aunque el pelo, ensortijado, no era lanoso y de tono azabache como el del gondolero negro. Sus facciones, regulares y redondeadas, parecían esculpidas en bronce. Llevaba camisa de hilo blanco y jubón de seda azul. Un rubí centelleaba en su oreja izquierda.
Era lo más absolutamente exótico que la muchacha había visto en toda su vida.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó.
—Abbás.
—Abbás… —repitió Julia, silabeando como si probara el sonido del nombre en su propia lengua.
—No es un nombre veneciano, pero, como podéis ver, yo tampoco soy veneciano del todo.
Julia rebuscó entre los pliegues de su capa.
—Aquí tenéis vuestra carta.
El joven pareció confuso.
—No deseo que me la devolváis…
— Esto es peligroso. Si lo preferís, la quemaré…
—Tampoco deseo que la queméis. —La cogió—. Lo que digo en ella es verdad.
Julia notó que se le encendían las mejillas. ¿Qué quería de ella?
—¿Conocéis a Ludovici Gambetto? —preguntó.
—Su padre es consejero y general del mío. Supongo que ambos somos renegados.
—¿Ambos?
El muchacho dio la impresión de que le sorprendía que fuse necesario dar más explicaciones.
—En cierto modo, los dos somos intrusos.
—Los Gambetto son una de las familias nobles de Venecia.
Abbás parecía un poco incómodo.
—¿No lo sabéis?
—¿Qué he de saber?
—Ludovici es fruto de un amor extraconyugal. El señor Gambetto tenía una querida. Cuando la mujer falleció, Ludovici todavía era un niño. El señor Gambetto asumió la responsabilidad de hacerse cargo de él, pero… pero sigue siendo un intruso.
Julia se le quedó mirando. ¿Querida? ¿Eso qué era? ¿Y cómo podía nacer un niño fuera del matrimonio?
—¿Tal vez no debería habéroslo dicho? —manifestó Abbás —. Daba por supuesto que lo sabíais.
¿Por qué tenía que saberlo? Nadie le contaba nada jamás.
—Nunca lo había oído decir.
—Lamento… —Abbás levantó las manos extendidas y su mirada recorrió el pequeño dosel de terciopelo —… lamento todo esto. Quería que mi padre intercediese por mí, pero dijo que era imposible. Sin embargo, yo tenía que hablaros, tenía que hacerlo. Sois la mujer más hermosa que jamás han visto mis ojos.
Alargó la mano y levantó la capucha de Julia. Ella se quedó petrificada, temiendo que Abbás la tocase. Pero cuando la capucha cayó hacia atrás, el joven se limitó a contemplar a Julia, a examinar su rostro con aterradora intensidad.
—Sois preciosa —susurró.
Durante unos segundos, Julia deseó echarse a reír: era lo más bonito que alguien le había dicho jamás. Había recelado de su belleza durante mucho tiempo y, de pronto, le pareció que los riesgos asumidos esa tarde merecían la pena. Por aquella clase de adoración se habría sometido al filo de mil cuchillos.
Sintió que se le subía la sangre a la cabeza. No supo qué hacer ni qué decir. Volvió a echarse la capucha sobre los ojos.
—Debo regresar.
—Todavía no.
—Si mi dueña descubre esto…
—Sólo un momento.
Una sombra pasó por el techo del dosel al deslizarse la góndola por debajo de un puente. Julia oyó los gritos de unos chiquillos que jugaban en el empedrado.
—¿Soy demasiado repulsivo para que me miréis?
—¡Oh, no! —murmuró Julia —. No es eso.
—Tengo que volver a veros.
—No puedo.
—Os lo ruego. Es la primera vez en mi vida que siento esto. Es como estar ardiendo.
—Voy a casarme —tartamudeó Julia.
Abbás pareció más indignado que alicaído.
—¿Cuándo?
—En octubre. Mi esposo vuelve de Chipre…
—No puedo permitir que tal cosa suceda.
—Debéis dejar de hablar así. Me asustáis. Debemos regresar.
Abbás bajó la voz hasta el susurro.
—¿Podríais amar a un moro como yo amo a una infiel?
—Llevadme de vuelta casa —ordenó Julia, pero la voz se le quebró y la traicionó.
Instantes después oyó el metálico sonido de la argolla al atracar de nuevo la góndola al pie de la escalinata del palazzo. Julia se puso de pie y la embarcación se bamboleó. Al caer la joven, Abbás la cogió por un brazo.
—Permitidme que vea otra vez vuestro rostro.
Julia se desasió y, muy despacio, se echó hacia atrás la capucha. Observó los labios de Abbás mientras se entreabrían en una sonrisa de placer. Transformaba su semblante. Sin que se explicara la razón, Julia vio en su mente la imagen de un capullo, al que la escarcha mantenía apretado como un puño y que con la llegada del primer calor de la primavera florecía de manera gloriosa.
¿Él?, se preguntó. ¿O yo?
—No pensaré en ninguna otra cosa hasta que vuelva a veros —dijo Abbás.
—No puedo veros otra vez —mintió ella.
Se apeó de la góndola y corrió escaleras arriba. No detuvo su carrera hasta haber alcanzado el santuario de su habitación, donde se hincó de rodillas ante el crucifijo de madera colgado en la pared, para rezar implorando perdón… y rogar luego la oportunidad de repetir el pecado».
Falconer, Colin., Harem, volumen I, Barcelona, Salvat, 1995.

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