«—¡Pobre criatura! Tú que te creías un gran
disoluto... Un gran rebelde... ¡Ah!, tus pobres remordimientos, ¿te acuerdas? Y
ahora resulta que tu alma es más tímida que la de un niño pequeño...
¡Era verdad! Por mucho que yo
alardeara de ser un sinvergüenza intransigente, de estar por encima de todos
los prejuicios morales, de vez en cuando todavía escuchaba las voces del deber
y del honor que, en ciertos momentos de depresión nerviosa, subían desde las
turbias profundidades de mi conciencia. ¿El honor de quién? ¿El deber de quién?
¡Qué abismo de locura es la mente del hombre! ¿En qué mi honor —¡mi honor! —
estaba comprometido, en qué desertaría yo de mi deber si en vez de morirme de aburrimiento
en Ceilán, proseguía el viaje hasta la China? ¿Realmente me había metido tanto
en la piel de un sabio para imaginarme que iba a “estudiar la jalea pelágica”,
descubrir “la célula”, sumergiéndome en los golfos de la costa cingalesa? Esa
idea, totalmente grotesca, de tomar en serio mi misión de embriólogo, pronto me
devolvió a la realidad de mi situación. ¡Cómo! La suerte, el milagro había
querido que conociera a una mujer divinamente bella, rica, excepcional, a la
que amaba y que me amaba, y que me ofrecía una vida extraordinaria, placeres
sin fin, sensaciones únicas, aventuras libertinas, una protección fastuosa...
En fin, la salvación, y más que la salvación, ¡la alegría! ¿Y yo iba a dejar
escapar todo eso? Una vez más, el demonio de la perversidad —ese estúpido
demonio al que, por haberle obedecido estúpidamente, debía todas mis
desgracias— ¿intervendría de nuevo para aconsejarme
una resistencia hipócrita contra un acontecimiento inesperado que tenía algo de cuento de hadas, que no se repetiría
jamás, y que yo deseaba ardientemente, desde lo más profundo de mí
mismo, que se realizara? ¡No y no! ¡Qué idiotez, bien pensado!
—Tienes razón —le dije a Clara,
atribuyendo únicamente a la derrota amorosa una sumisión que contenía también
todos mis instintos de pereza y desenfreno—. Tienes razón. No sería digno de
tus ojos, de tu boca, de tu alma... de todo ese paraíso y ese infierno que tú
eres, si siguiera dudando por más tiempo. Y además... yo no podría... yo no
podría perderte. Puedo concebirlo todo excepto eso. Tienes razón, soy tuyo...
Llévame adonde quieras. Sufrir... morir... ¡no importa! Puesto que tú, a quien
todavía no conozco, tú eres mi destino.
—Bebé, mi bebé... —dijo Clara
en un tono singular, en el que no supe distinguir la expresión auténtica, si
era alegría o piedad.
Después, casi maternal, me
aconsejó:
—Ahora no te preocupes de nada
más que de ser feliz. Quédate aquí y contempla la isla maravillosa. Yo voy a
arreglar con el comisario tu nueva situación a bordo.
—Clara...
—Descuida, yo sé lo que hay que
decir.
Y cuando yo iba a objetar algo,
ella añadió:
—¡Chitón...! ¿No eres tú mi
bebé, mi cariño? Tienes que obedecerme... Además, tú no sabes...
Y
desapareció, mezclándose con la multitud de pasajeros apiñados en la cubierta,
muchos de los cuales acarreaban ya las maletas y el equipaje de mano».
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