► «Su expediente académico tenía la forma laberíntica
de sus pasiones, y a cada momento descubría pasiones nuevas».
► «Tenía pocos amigos, pues padecía esa especie de
insociabilidad que procede del exceso de tolerancia y comprensión. Sus gustos
nada exclusivos, heterogéneos, lo excluían de los grupos que se forman
basándose en fobias. Si recelaba de la enconada anatomía de las multitudes, era
sobre todo porque su curiosidad y su pasión ignoraban las fronteras y los
clanes que lo convertían en un apátrida en su propio país. En un mundo donde la
opinión pública está sometida a sondeos cuya única formulación es “sí”, “no” y “no
opina”, Antoine se negaba a poner cruces en ninguna casilla. Estar “a favor” o “en
contra” suponía, a su entender, una insoportable limitación de asuntos en
extremo complejos. Además, poseía una dulce timidez a la que se aferraba como a
un vestigio infantil. Un ser humano era, a su juicio, tan vasto y tan rico que
no había mayor vanidad en este mundo que mostrarse demasiado seguro de sí mismo
frente a los demás, frente a lo desconocido y a las incertidumbres que
representaba cada cual. Por un momento, temió perder esa pequeña timidez suya y
sumarse al rebaño de los que le desprecian a uno si no los domina; pero,
poniendo en ello una tenaz voluntad, supo conservarla como un oasis de su
personalidad. Con haber recibido numerosas y profundas heridas, su carácter no
se había endurecido en lo más mínimo; conservaba intacta su extrema
sensibilidad, que, cual fenixiano cuerpo de seda, renacía más pura que nunca
cada vez que alguien lo lastimaba y magullaba. En suma, por más que creyera
razonablemente en sí mismo, procuraba no creerse demasiado, no asentir con
demasiada facilidad a lo que pensaba, pues sabía cómo las palabras de nuestra
mente gustan de aliviarnos y reconfortarnos al tiempo que nos engañan».
► «La gente compadece a los alcohólicos, éstos reciben
atención, disfrutan de una consideración médica, humana. En cambio, a nadie se
le ocurre compadecer a la gente inteligente: “Ese hombre observa los
comportamientos humanos, debe de ser un tipo muy desgraciado”, “Mi sobrina es
inteligente, pero no es mala chica. Lo superará”, “Hubo un momento en que temí
que te volvieras inteligente”. He aquí el tipo de reflexiones condescendientes,
llenas de compasión, que le hubieran correspondido si el mundo fuera justo.
Pero no, la inteligencia es un mal por partida doble: hace sufrir y a nadie se
le ocurre considerarla una enfermedad».
► «—Existe una censura contra el suicidio. Política,
religiosa, social, natural, incluso, porque a la madre naturaleza no le gusta
que nos tomemos libertades con ella, le gusta manejarnos a su antojo hasta el
final, quiere decidir por nosotros. ¿Quién decide respecto a la muerte de los
hombres? Hemos delegado tan suprema libertad en la enfermedad, en los
accidentes, en el crimen. A eso lo llaman azar. Pero es falso. Ese azar es una
sutil voluntad de la sociedad, que poco a poco nos envenena con la contaminación,
nos masacra con guerras y accidentes… De ese modo, la sociedad decide la fecha
de nuestra muerte a través de la calidad de nuestros alimentos, de la
peligrosidad de nuestro entorno diario, de nuestras condiciones de vida y de
trabajo. Nosotros no elegimos vivir, no elegimos nuestra lengua, nuestro país,
nuestra época, nuestros gustos, no elegimos nuestra vida. La única libertad es
la muerte; ser libre es morir.
La profesora bebió un poco de agua. Durante un
instante permaneció con los brazos apoyados en el borde del pupitre. Miraba
atentamente a los participantes que llenaban la sala, movía la cabeza con un
gesto de complicidad, como si los uniera a todos una comprensiva intimidad.
—Pero todo eso son pamplinas. A pensar eso, a
encontrar cierta nobleza, una sublimación, una legitimidad, una trascendencia…,
qué sé yo…, la ilusión de un absoluto llamado muerte o libertad que nos
gustaría que coincidiera con una igualdad total, se llega después. La verdad…,
mi verdad, pues ha de quedar claro que hablo por mí, es que estoy enferma. Un
cáncer ha descubierto que mi cuerpo es una soberbia isla paradisíaca, así que
pasa en él sus vacaciones, con los pies metidos en el océano de mi sangre,
bronceándose al sol de mi corazón… No necesita sombrilla y le traen sin cuidado
las insolaciones. Sus vacaciones consisten en matarme. Sufro atroces dolores…
Todos sabéis de qué hablo. Para no retorcerme de dolor me veo obligada a
inyectarme morfina, a atiborrarme de analgésicos… —La profesora se sacó del
bolsillo interior de la chaqueta una caja de medicamentos y la agitó—. Esto
tiene un precio, el precio de mi conciencia. Todavía conservo la lucidez, pero
puede que no me dure, así que, como todavía estoy a tiempo, prefiero quitarme
de en medio “yo” a que me desconecte un médico, tumbada inconsciente en una
cama de hospital. Es una libertad pequeñita, miserable. Probablemente, si
estáis aquí es porque también vosotros padecéis cánceres orgánicos, o cánceres
en el alma, tumores sentimentales, leucemias amorosas y metástasis sociales que
os están minando. Y eso es lo que dicta nuestra elección, mucho más que
elevadas ideas sobre nuestra libertad. Seamos francos: si gozásemos de buena
salud, si se nos amara y se nos considerara como merecemos, si ocupásemos un
excelente lugar al sol de nuestra sociedad, estoy segura de que esta sala
estaría vacía».
► «La estupidez era su última posibilidad de salvación.
Todavía no sabía cómo proceder, pero prometió dedicarse en cuerpo y alma a
convertirse en un estúpido. Esperaba poder echar un poco de agua a su vino sin
alcohol, ser más flexible, zafarse de esos extraños prejuicios a los que llaman
verdades. Antoine no quería ser un imbécil redomado, sino diluir su
inteligencia en esa aleación que es la vida, procurar no analizarlo y desmenuzarlo
siempre todo. Su mente había sido siempre un águila de mirada certera, de
garras y pico afilados. En lo sucesivo, le enseñaría a ser una majestuosa
grulla, a planear y dejarse mecer por los vientos, a disfrutar del calor del sol
y de la belleza del paisaje».
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