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viernes, 13 de febrero de 2015

Martin Page - Cómo me convertí en un estúpido

► «Su expediente académico tenía la forma laberíntica de sus pasiones, y a cada momento descubría pasiones nuevas».

► «Tenía pocos amigos, pues padecía esa especie de insociabilidad que procede del exceso de tolerancia y comprensión. Sus gustos nada exclusivos, heterogéneos, lo excluían de los grupos que se forman basándose en fobias. Si recelaba de la enconada anatomía de las multitudes, era sobre todo porque su curiosidad y su pasión ignoraban las fronteras y los clanes que lo convertían en un apátrida en su propio país. En un mundo donde la opinión pública está sometida a sondeos cuya única formulación es “sí”, “no” y “no opina”, Antoine se negaba a poner cruces en ninguna casilla. Estar “a favor” o “en contra” suponía, a su entender, una insoportable limitación de asuntos en extremo complejos. Además, poseía una dulce timidez a la que se aferraba como a un vestigio infantil. Un ser humano era, a su juicio, tan vasto y tan rico que no había mayor vanidad en este mundo que mostrarse demasiado seguro de sí mismo frente a los demás, frente a lo desconocido y a las incertidumbres que representaba cada cual. Por un momento, temió perder esa pequeña timidez suya y sumarse al rebaño de los que le desprecian a uno si no los domina; pero, poniendo en ello una tenaz voluntad, supo conservarla como un oasis de su personalidad. Con haber recibido numerosas y profundas heridas, su carácter no se había endurecido en lo más mínimo; conservaba intacta su extrema sensibilidad, que, cual fenixiano cuerpo de seda, renacía más pura que nunca cada vez que alguien lo lastimaba y magullaba. En suma, por más que creyera razonablemente en sí mismo, procuraba no creerse demasiado, no asentir con demasiada facilidad a lo que pensaba, pues sabía cómo las palabras de nuestra mente gustan de aliviarnos y reconfortarnos al tiempo que nos engañan».

► «La gente compadece a los alcohólicos, éstos reciben atención, disfrutan de una consideración médica, humana. En cambio, a nadie se le ocurre compadecer a la gente inteligente: “Ese hombre observa los comportamientos humanos, debe de ser un tipo muy desgraciado”, “Mi sobrina es inteligente, pero no es mala chica. Lo superará”, “Hubo un momento en que temí que te volvieras inteligente”. He aquí el tipo de reflexiones condescendientes, llenas de compasión, que le hubieran correspondido si el mundo fuera justo. Pero no, la inteligencia es un mal por partida doble: hace sufrir y a nadie se le ocurre considerarla una enfermedad».

► «—Existe una censura contra el suicidio. Política, religiosa, social, natural, incluso, porque a la madre naturaleza no le gusta que nos tomemos libertades con ella, le gusta manejarnos a su antojo hasta el final, quiere decidir por nosotros. ¿Quién decide respecto a la muerte de los hombres? Hemos delegado tan suprema libertad en la enfermedad, en los accidentes, en el crimen. A eso lo llaman azar. Pero es falso. Ese azar es una sutil voluntad de la sociedad, que poco a poco nos envenena con la contaminación, nos masacra con guerras y accidentes… De ese modo, la sociedad decide la fecha de nuestra muerte a través de la calidad de nuestros alimentos, de la peligrosidad de nuestro entorno diario, de nuestras condiciones de vida y de trabajo. Nosotros no elegimos vivir, no elegimos nuestra lengua, nuestro país, nuestra época, nuestros gustos, no elegimos nuestra vida. La única libertad es la muerte; ser libre es morir.
La profesora bebió un poco de agua. Durante un instante permaneció con los brazos apoyados en el borde del pupitre. Miraba atentamente a los participantes que llenaban la sala, movía la cabeza con un gesto de complicidad, como si los uniera a todos una comprensiva intimidad.
—Pero todo eso son pamplinas. A pensar eso, a encontrar cierta nobleza, una sublimación, una legitimidad, una trascendencia…, qué sé yo…, la ilusión de un absoluto llamado muerte o libertad que nos gustaría que coincidiera con una igualdad total, se llega después. La verdad…, mi verdad, pues ha de quedar claro que hablo por mí, es que estoy enferma. Un cáncer ha descubierto que mi cuerpo es una soberbia isla paradisíaca, así que pasa en él sus vacaciones, con los pies metidos en el océano de mi sangre, bronceándose al sol de mi corazón… No necesita sombrilla y le traen sin cuidado las insolaciones. Sus vacaciones consisten en matarme. Sufro atroces dolores… Todos sabéis de qué hablo. Para no retorcerme de dolor me veo obligada a inyectarme morfina, a atiborrarme de analgésicos… —La profesora se sacó del bolsillo interior de la chaqueta una caja de medicamentos y la agitó—. Esto tiene un precio, el precio de mi conciencia. Todavía conservo la lucidez, pero puede que no me dure, así que, como todavía estoy a tiempo, prefiero quitarme de en medio “yo” a que me desconecte un médico, tumbada inconsciente en una cama de hospital. Es una libertad pequeñita, miserable. Probablemente, si estáis aquí es porque también vosotros padecéis cánceres orgánicos, o cánceres en el alma, tumores sentimentales, leucemias amorosas y metástasis sociales que os están minando. Y eso es lo que dicta nuestra elección, mucho más que elevadas ideas sobre nuestra libertad. Seamos francos: si gozásemos de buena salud, si se nos amara y se nos considerara como merecemos, si ocupásemos un excelente lugar al sol de nuestra sociedad, estoy segura de que esta sala estaría vacía».

► «La estupidez era su última posibilidad de salvación. Todavía no sabía cómo proceder, pero prometió dedicarse en cuerpo y alma a convertirse en un estúpido. Esperaba poder echar un poco de agua a su vino sin alcohol, ser más flexible, zafarse de esos extraños prejuicios a los que llaman verdades. Antoine no quería ser un imbécil redomado, sino diluir su inteligencia en esa aleación que es la vida, procurar no analizarlo y desmenuzarlo siempre todo. Su mente había sido siempre un águila de mirada certera, de garras y pico afilados. En lo sucesivo, le enseñaría a ser una majestuosa grulla, a planear y dejarse mecer por los vientos, a disfrutar del calor del sol y de la belleza del paisaje».


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