► «Poco antes del crepúsculo del
segundo día rodearon una curva y vieron otro grupo, cinco o seis jefes sentados
en una loma, con las cabezas y manos colgando y una camilla tosca tendida
frente a ellos en el sendero: dos ramas y una capa que pendía entre ellas. De
repente, a Caradoc le dio un vuelco el corazón y corrió hacia el lugar donde se
hallaba el grupo; las piernas le temblaron por el esfuerzo. Se aproximó a la
camilla y se arrodilló. Togodumno volvió la cabeza despacio. La sangre
endurecía su largo cabello castaño y se cuajaba alrededor de la boca. Uno de
sus hombros era un revoltijo de hueso y carne, y al levantar con dedos
nerviosos la capa que lo cubría, Caradoc vio heridas profundas alrededor del
pecho y la cadera. Yacía en sangre, sangre que manaba sin cesar salpicando el
suelo como coral brillante y que manchó la mano de Caradoc cuando dejó caer la
capa. El rostro de Tog estaba gris y viejo. Las risueñas patas de gallo que
circundaban sus ojos y boca se habían transformado en los caprichos de un
cuchillo desenvainado con rapidez, hondo y despiadado. Abrió la boca para
hablar y una burbuja lenta de sangre se infló entre sus dientes, se rompió y
bajó por la mejilla.
—Caradoc —susurró—. ¿Quién
hubiera dicho que era tan duro morir? Ah, Madre, duele, duele —los dedos negros
y magullados hallaron el borde roto de la camisa de Caradoc—. Desprecio la
muerte —intentó reír, pero otro coágulo de sangre oscura escapó de sus labios—.
Los poderosos catuvelaunos ya no existen. Me alegra..., me alegra... morir
ahora. Que el fuego de mi cuerpo se eleve alto, hermano mío, quémame bien...
—un gran espasmo de agonía contrajo su rostro, los músculos se tensaron con
lentitud y los ojos se abrieron, llenos de un terror solitario—. No creo poder
soportarlo.
Caradoc no pudo responder. La
luz del sol bañaba el sendero con haces de magnificencia dorada, y los pájaros
silbaban y cantaban en los vastos corredores verdes circundantes, pero Caradoc
solo podía pensar en aquel espíritu libre, bailarín e impetuoso que se hallaba
encogido ante él, tullido y destrozado. Los ojos que intentaban enfocarlo
estaban teñidos de una tristeza incoherente y de un nuevo y oscuro
conocimiento, pero la chispa de vida indomable y ardiente seguía luchando. Tog
trató de hablar otra vez, pero las fuerzas le fallaron y abrió la boca pugnando
por inhalar el aire. Caradoc se incorporó.
—Levantadlo —ordenó, sin
avergonzarse de las lágrimas que resbalaban copiosamente por su rostro.
Continuaron andando. Caradoc
caminaba junto a la camilla, Cinnamo detrás y los otros jefes cerraban la
marcha en silencio.
Cuando el sol se hubo puesto y
el frío de la noche se elevó del suelo, se detuvieron; el hambre roía sus
vientres vacíos. Caradoc increpó a los que transportaban la camilla, ya
bastante debilitados, pero Cinnamo se interpuso:
—Da igual, señor. Está muerto.
Caradoc cayó junto a la figura
en sombras y tomó la mano fláccida. La cubrió con la suya y se inclinó sobre el
cuerpo ensangrentado. Con una sonrisa tenue y serena en los labios, Togodumno
contemplaba más allá de él el cielo moteado de estrellas y Caradoc le tapó el
rostro con la capa y se desplomó en el suelo llorando. Los jefes, sentados o
acostados en silencio junto al sendero, observaron al último rey de la Casa
Catuvelauna llorar por su deudo.
Ya avanzado el cuarto día,
llegaron a Camalodúnum transportando su carga. Las primeras puertas habían sido
abandonadas a su suerte y permanecían abiertas, pero el guardia de las segundas
los vio venir, dispersos como ganado enfermo a través del foso y corrió en
busca de ayuda. Hombres y mujeres se apresuraron fuera de sus chozas y de las
puertas. Los recibieron con gritos y lágrimas y les arrancaron la camilla de
sus brazos agotados. Al oír la conmoción, Eurgain abandonó el Gran Salón junto
a Gladys. El grupo de hombres sucios y extenuados subió despacio hacia ella.
Sus ojos buscaron desesperados con las manos apretadas. Entonces lo vio. Tenía
el cabello enmarañado alrededor del rostro delgado y sus ojos eran pozos de
sufrimiento. Con un grito fue hacia él y cayó de rodillas, lo abrazó y sintió
las manos temblorosas en su cabello.
—Eurgain —musitó. Y entonces
sus piernas ya no pudieron seguir sosteniéndolo, se desplomó frente a ella y la
envolvió en sus brazos. Se abrazaron con los ojos cerrados mientras se alzaban
los primeros gemidos por la muerte de Togodumno y las puertas eran cerradas y
atrancadas con rapidez».
► «“Que el fuego de mi cuerpo se
eleve alto —había dicho Tog—. Quémame bien.” El dolor lo traspasó al recordar
las palabras con la propia voz titubeante de Tog. “Fuiste un irresponsable, un
hombre desenfrenado que hundía sus manos ansiosas y voraces en el abundante
cesto de la vida. Sin embargo, yo te quería. Estabas unido a las estrellas en
lo alto, volabas gloriosa e impulsivamente en los cielos mientras que yo... —se
miró los dedos sucios y temblorosos—, yo estoy encadenado a la tierra y mis
manos jamás tocarán una estrella. Solo una espada. Solo una espada amarga y
cruel”. Resistió su emoción, acrecentada por el agotamiento. Por fin, alzó la
vista. El Salón estaba vacío. Se forzó a mirar a las dos mujeres que
esperaban».
► «Solo Gladys permaneció donde
estaba, apoyada contra la pared, con la punta de su espada en el suelo y la
cabeza inclinada.
Caradoc corrió hacia ella.
—Gladys, envaina tu espada.
¡Date prisa!
—No iré —replicó y levantó la
cabeza con desgana.
Caradoc quiso abofetearla,
sacudirla, sacar su cuchillo, ponérselo en la garganta y empujarla fuera de la
sala. El latigazo hiriente de su propia decisión cobarde lo desangraba y el
desdén manifiesto en los ojos de ella acicateaba su ira culpable. Su cabeza
había dicho “ve” pero su corazón todavía latía con la necesidad de quedarse.
—¡Debes
hacerlo! —le gritó—. ¡No quedará nadie! ¡Podemos seguir luchando, Gladys! —La tomó
del brazo para separarla de la pared, pero ella soltó la espada y le apartó la
mano con un golpe.
—Alguien debe estar aquí cuando
despierten los campesinos —siseó—. Alguien debe guiarlos, alguien debe
presentar al menos una resistencia simbólica. ¡Nunca antes los catuvelaunos
abandonaron un fuerte sin defensa!
—Gladys —contestó él con
presteza mientras los jefes se movían inquietos en el otro extremo de la
estancia—. Nuestro propio padre nos diría que huyéramos llegada la oportunidad,
puesto que nunca antes nos hemos enfrentado al poderío de Roma. Los atacamos en
las orillas del Medway. Los contuvimos durante casi dos días. ¿Qué otro podría
haber hecho eso? No nos deshonramos entonces y no nos deshonramos ahora.
Escapamos para preservar nuestra herencia.
—¿Qué herencia? —se mofó sin
disimulo. Las lágrimas caían por sus mejillas pálidas—. Durante cien años,
ningún jefe catuvelauno ha sido vencido por Roma ni por nadie, hasta hoy. Y
ahora nuestra herencia se ha reducido a un puñado de cobardes.
Caradoc la estudió durante un
momento.
—Tú no eres así —manifestó por
fin—. Tú más que nadie ha conservado siempre una mente racional. Sabes lo que
habría hecho Cunobelin y lo que le habrías aconsejado tú que hiciera, así que,
¿por qué esta súbita ceguera?
Gladys hundió los hombros y
alargó las manos.
—Mis dedos están empapados en
sangre, Caradoc. No puedo lavarla. No es sangre romana, ya que la sangre romana
es poco densa y fría. Esta es la sangre de los hombres de mi clan, de mis
amigos, caliente y fuerte, y las manchas no se limpiarán —se volvió hacia él,
zarcillos de cabello oscuro se rizaban en su frente ancha y húmeda, y sus ojos
estaban llenos de un sufrimiento que él podía ver pero jamás sentir—. ¿Sabes a
quién maté, Caradoc? —preguntó riendo. El sonido brotó jadeante y brusco,
estrangulado—. ¿Lo sabes? Maté a Sholto cuando se movió junto a un soldado
romano, antes de que partiera en dos a Togodumno. ¿Qué locura se apoderó de
esos traidores? Tú y yo, todos fuimos obligados a deshonrarnos al matar a
miembros de nuestra propia tribu. Sueño que esa sangre me rodea y no puedo
liberarme de la imagen de los ojos de Sholto al caer bajo mi espada. Debo quedarme.
De alguna manera tengo que recuperar mi honor.
Embargado de pena, Caradoc la
abrazó.
—Gladys, Gladys, ¿quieres
morir? —susurró—. Todos somos culpables de esta sangre. Ninguno jamás estará
limpio, pero quizá las vidas romanas que todavía podemos quitar ayuden a
limpiar esa mancha.
Ella descansó contra él. Su
cuerpo delgado y firme estaba tenso y, de súbito, se apartó con brusquedad y se
inclinó para levantar su espada.
—¿Cómo se limpia un alma,
hermano mío? —inquirió—. Sí, estoy preparada para morir.
Caradoc se dio cuenta de que no
podría disuadirla. Los demás lo llamaban con voces agudas de pánico, y besó a
Gladys en la frente.
—Adiós, hermana mía —murmuró.
—Ve en paz —musitó ella en
respuesta. Se volvió a propósito y él corrió a la puerta con lágrimas que
manaban lenta y dolorosamente».
► «Caradoc, con una criatura en
los brazos, continuó llorando, pero empezó a animarse cuando se dio cuenta del
fin de aquellas semanas vividas con la certeza de la muerte. Era bueno estar
haciendo algo, estar yendo a algún lado, poder mirar hacia delante sin
sobresalto. No lloraría por Gladys ni por su destino. Cada hombre o mujer libre
tenía derecho a escoger la muerte y, si esa muerte era honorable, las lágrimas
eran innecesarias. El llanto se agotaba con los recuerdos, no con el
remordimiento. Cada miembro independiente de la tribu dictaba su propia suerte,
y eso era lo correcto».
► «—¿Qué es la desesperación?
—contestó Caradoc con aire cansino—. ¿Qué es la felicidad? Estas palabras han
perdido sentido para mí, Bran.
El druida rozó suavemente los
dedos largos que yacían inertes en la rodilla junto a él.
—No será siempre así y lo sabes.
Las estrellas prometieron grandes cosas para ti, guerrero, hace muchos años,
cuando aún eras un joven imprudente y despreocupado. Las estrellas no mienten.
¡Levanta el ánimo! El fin se acerca.
—No me importa. Nada me importa
salvo matar romanos. Sé que las estrellas no mienten, pero también sé que no
siempre dicen toda la verdad. Lo que ocurre es con frecuencia muy diferente de
lo que se ha visto y el destino puede cumplirse con polvo y cenizas en la boca.
—Ajá —susurró Bran, casi para
sí—. Pero, ¿qué es la verdad? ¿Puedes decírmelo? Es algo que ha eludido a mis
hermanos a través de innumerables años, aunque la persigamos hasta la muerte y
más allá.
—Es la otra cara de una mentira
—replicó Caradoc—. Es lo que se ve cuando dais la vuelta a la moneda. No es
nada, solo una palabra.
—Quizás. Pero en alguna parte
hay una verdad que no se convertirá en mentira mañana.
—No deseo discutir ahora —dijo
Caradoc con rudeza—. No sois druida en vano. Peleáis con palabras y hechizos,
pero a mí me dais una espada y un enemigo concreto.
—Tienes ambos —le recordó Bran
con serenidad—. Y es imposible insultar a un druida, Caradoc. Tienes trabajo
que hacer y yo también. No pasé veinte años en Mona para nada. Adquirí mucha
sabiduría y desvelé muchos misterios, pero no perdí mi tiempo en hechizos. Ya
te lo he dicho antes.
—Bueno, ¿qué hicisteis
entonces?
Bran rió.
—Aprendí a tirar los dados del
destino».
► «Caradoc le dio la vuelta. Era
pesada y se dio cuenta al instante de que era de oro macizo, más valiosa que
cualquiera de las joyas que poseía. No supo qué decir. El curvo grosor estaba
cubierto de hojas vistosas que parecían agitarse en una brisa tibia y los rostros
de diosas con el cabello al viento le sonreían entre flores en forma de
trompeta que se abrían bajo un sol suave. No había rastros de sangre, temor o
secretos, y Caradoc le preguntó el porqué. El joven sonrió levemente:
—Un arvirago es señor de la
muerte y suele olvidar que también es protector de la libertad y la vida. Mi
regalo os lo recordará».
► «Era una conjetura que
pretendía tomarla desprevenida para poder averiguar la verdad a través de su
reacción, pero los ojos de Eurgain no vacilaron ni cambiaron de expresión, y
Scapula recordó a todos los druidas que había visto morir con los mismos rostros
impávidos. Deseó aplastar esa superioridad insondable, sentir los huesos crujir
bajo sus nudillos y ver la suave boca contraída en agonía. Mientras el color
subía por su cuello, juntó las manos y se inclinó sobre el escritorio».
► «—Es obvio que no has estado
en el Oeste lo suficiente —comentó—. De lo contrario, sabrías que para nosotros
no existe ni la esperanza ni la desesperanza. Transitamos el camino del centro,
Venutio, y así conservamos la cordura. Y la vida».
►
«Una mano invisible alargó de pronto una
copa de tristeza hacia la boca de Caradoc, pero la rechazó con furia. “El honor
de Albión —pensó—. La condición pura y poderosa de campeón de la tribu reducida
a dos esclavos peleando entre sí por la adoración de una turba ignorante. Pero
no sufriré. No tiene sentido”».
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