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viernes, 13 de febrero de 2015

Pauline Gedge — Águilas y cuervos

«Poco antes del crepúsculo del segundo día rodearon una curva y vieron otro grupo, cinco o seis jefes sentados en una loma, con las cabezas y manos colgando y una camilla tosca tendida frente a ellos en el sendero: dos ramas y una capa que pendía entre ellas. De repente, a Caradoc le dio un vuelco el corazón y corrió hacia el lugar donde se hallaba el grupo; las piernas le temblaron por el esfuerzo. Se aproximó a la camilla y se arrodilló. Togodumno volvió la cabeza despacio. La sangre endurecía su largo cabello castaño y se cuajaba alrededor de la boca. Uno de sus hombros era un revoltijo de hueso y carne, y al levantar con dedos nerviosos la capa que lo cubría, Caradoc vio heridas profundas alrededor del pecho y la cadera. Yacía en sangre, sangre que manaba sin cesar salpicando el suelo como coral brillante y que manchó la mano de Caradoc cuando dejó caer la capa. El rostro de Tog estaba gris y viejo. Las risueñas patas de gallo que circundaban sus ojos y boca se habían transformado en los caprichos de un cuchillo desenvainado con rapidez, hondo y despiadado. Abrió la boca para hablar y una burbuja lenta de sangre se infló entre sus dientes, se rompió y bajó por la mejilla.
—Caradoc —susurró—. ¿Quién hubiera dicho que era tan duro morir? Ah, Madre, duele, duele —los dedos negros y magullados hallaron el borde roto de la camisa de Caradoc—. Desprecio la muerte —intentó reír, pero otro coágulo de sangre oscura escapó de sus labios—. Los poderosos catuvelaunos ya no existen. Me alegra..., me alegra... morir ahora. Que el fuego de mi cuerpo se eleve alto, hermano mío, quémame bien... —un gran espasmo de agonía contrajo su rostro, los músculos se tensaron con lentitud y los ojos se abrieron, llenos de un terror solitario—. No creo poder soportarlo.
Caradoc no pudo responder. La luz del sol bañaba el sendero con haces de magnificencia dorada, y los pájaros silbaban y cantaban en los vastos corredores verdes circundantes, pero Caradoc solo podía pensar en aquel espíritu libre, bailarín e impetuoso que se hallaba encogido ante él, tullido y destrozado. Los ojos que intentaban enfocarlo estaban teñidos de una tristeza incoherente y de un nuevo y oscuro conocimiento, pero la chispa de vida indomable y ardiente seguía luchando. Tog trató de hablar otra vez, pero las fuerzas le fallaron y abrió la boca pugnando por inhalar el aire. Caradoc se incorporó.
—Levantadlo —ordenó, sin avergonzarse de las lágrimas que resbalaban copiosamente por su rostro.
Continuaron andando. Caradoc caminaba junto a la camilla, Cinnamo detrás y los otros jefes cerraban la marcha en silencio.
Cuando el sol se hubo puesto y el frío de la noche se elevó del suelo, se detuvieron; el hambre roía sus vientres vacíos. Caradoc increpó a los que transportaban la camilla, ya bastante debilitados, pero Cinnamo se interpuso:
—Da igual, señor. Está muerto.
Caradoc cayó junto a la figura en sombras y tomó la mano fláccida. La cubrió con la suya y se inclinó sobre el cuerpo ensangrentado. Con una sonrisa tenue y serena en los labios, Togodumno contemplaba más allá de él el cielo moteado de estrellas y Caradoc le tapó el rostro con la capa y se desplomó en el suelo llorando. Los jefes, sentados o acostados en silencio junto al sendero, observaron al último rey de la Casa Catuvelauna llorar por su deudo.
Ya avanzado el cuarto día, llegaron a Camalodúnum transportando su carga. Las primeras puertas habían sido abandonadas a su suerte y permanecían abiertas, pero el guardia de las segundas los vio venir, dispersos como ganado enfermo a través del foso y corrió en busca de ayuda. Hombres y mujeres se apresuraron fuera de sus chozas y de las puertas. Los recibieron con gritos y lágrimas y les arrancaron la camilla de sus brazos agotados. Al oír la conmoción, Eurgain abandonó el Gran Salón junto a Gladys. El grupo de hombres sucios y extenuados subió despacio hacia ella. Sus ojos buscaron desesperados con las manos apretadas. Entonces lo vio. Tenía el cabello enmarañado alrededor del rostro delgado y sus ojos eran pozos de sufrimiento. Con un grito fue hacia él y cayó de rodillas, lo abrazó y sintió las manos temblorosas en su cabello.
—Eurgain —musitó. Y entonces sus piernas ya no pudieron seguir sosteniéndolo, se desplomó frente a ella y la envolvió en sus brazos. Se abrazaron con los ojos cerrados mientras se alzaban los primeros gemidos por la muerte de Togodumno y las puertas eran cerradas y atrancadas con rapidez».

«“Que el fuego de mi cuerpo se eleve alto —había dicho Tog—. Quémame bien.” El dolor lo traspasó al recordar las palabras con la propia voz titubeante de Tog. “Fuiste un irresponsable, un hombre desenfrenado que hundía sus manos ansiosas y voraces en el abundante cesto de la vida. Sin embargo, yo te quería. Estabas unido a las estrellas en lo alto, volabas gloriosa e impulsivamente en los cielos mientras que yo... —se miró los dedos sucios y temblorosos—, yo estoy encadenado a la tierra y mis manos jamás tocarán una estrella. Solo una espada. Solo una espada amarga y cruel”. Resistió su emoción, acrecentada por el agotamiento. Por fin, alzó la vista. El Salón estaba vacío. Se forzó a mirar a las dos mujeres que esperaban».

«Solo Gladys permaneció donde estaba, apoyada contra la pared, con la punta de su espada en el suelo y la cabeza inclinada.
Caradoc corrió hacia ella.
—Gladys, envaina tu espada. ¡Date prisa!
—No iré —replicó y levantó la cabeza con desgana.
Caradoc quiso abofetearla, sacudirla, sacar su cuchillo, ponérselo en la garganta y empujarla fuera de la sala. El latigazo hiriente de su propia decisión cobarde lo desangraba y el desdén manifiesto en los ojos de ella acicateaba su ira culpable. Su cabeza había dicho “ve” pero su corazón todavía latía con la necesidad de quedarse.
—¡Debes hacerlo! —le gritó—. ¡No quedará nadie! ¡Podemos seguir luchando, Gladys! —La tomó del brazo para separarla de la pared, pero ella soltó la espada y le apartó la mano con un golpe.
—Alguien debe estar aquí cuando despierten los campesinos —siseó—. Alguien debe guiarlos, alguien debe presentar al menos una resistencia simbólica. ¡Nunca antes los catuvelaunos abandonaron un fuerte sin defensa!
—Gladys —contestó él con presteza mientras los jefes se movían inquietos en el otro extremo de la estancia—. Nuestro propio padre nos diría que huyéramos llegada la oportunidad, puesto que nunca antes nos hemos enfrentado al poderío de Roma. Los atacamos en las orillas del Medway. Los contuvimos durante casi dos días. ¿Qué otro podría haber hecho eso? No nos deshonramos entonces y no nos deshonramos ahora. Escapamos para preservar nuestra herencia.
—¿Qué herencia? —se mofó sin disimulo. Las lágrimas caían por sus mejillas pálidas—. Durante cien años, ningún jefe catuvelauno ha sido vencido por Roma ni por nadie, hasta hoy. Y ahora nuestra herencia se ha reducido a un puñado de cobardes.
Caradoc la estudió durante un momento.
—Tú no eres así —manifestó por fin—. Tú más que nadie ha conservado siempre una mente racional. Sabes lo que habría hecho Cunobelin y lo que le habrías aconsejado tú que hiciera, así que, ¿por qué esta súbita ceguera?
Gladys hundió los hombros y alargó las manos.
—Mis dedos están empapados en sangre, Caradoc. No puedo lavarla. No es sangre romana, ya que la sangre romana es poco densa y fría. Esta es la sangre de los hombres de mi clan, de mis amigos, caliente y fuerte, y las manchas no se limpiarán —se volvió hacia él, zarcillos de cabello oscuro se rizaban en su frente ancha y húmeda, y sus ojos estaban llenos de un sufrimiento que él podía ver pero jamás sentir—. ¿Sabes a quién maté, Caradoc? —preguntó riendo. El sonido brotó jadeante y brusco, estrangulado—. ¿Lo sabes? Maté a Sholto cuando se movió junto a un soldado romano, antes de que partiera en dos a Togodumno. ¿Qué locura se apoderó de esos traidores? Tú y yo, todos fuimos obligados a deshonrarnos al matar a miembros de nuestra propia tribu. Sueño que esa sangre me rodea y no puedo liberarme de la imagen de los ojos de Sholto al caer bajo mi espada. Debo quedarme. De alguna manera tengo que recuperar mi honor.
Embargado de pena, Caradoc la abrazó.
—Gladys, Gladys, ¿quieres morir? —susurró—. Todos somos culpables de esta sangre. Ninguno jamás estará limpio, pero quizá las vidas romanas que todavía podemos quitar ayuden a limpiar esa mancha.
Ella descansó contra él. Su cuerpo delgado y firme estaba tenso y, de súbito, se apartó con brusquedad y se inclinó para levantar su espada.
—¿Cómo se limpia un alma, hermano mío? —inquirió—. Sí, estoy preparada para morir.
Caradoc se dio cuenta de que no podría disuadirla. Los demás lo llamaban con voces agudas de pánico, y besó a Gladys en la frente.
—Adiós, hermana mía —murmuró.
—Ve en paz —musitó ella en respuesta. Se volvió a propósito y él corrió a la puerta con lágrimas que manaban lenta y dolorosamente».

«Caradoc, con una criatura en los brazos, continuó llorando, pero empezó a animarse cuando se dio cuenta del fin de aquellas semanas vividas con la certeza de la muerte. Era bueno estar haciendo algo, estar yendo a algún lado, poder mirar hacia delante sin sobresalto. No lloraría por Gladys ni por su destino. Cada hombre o mujer libre tenía derecho a escoger la muerte y, si esa muerte era honorable, las lágrimas eran innecesarias. El llanto se agotaba con los recuerdos, no con el remordimiento. Cada miembro independiente de la tribu dictaba su propia suerte, y eso era lo correcto».

«—¿Qué es la desesperación? —contestó Caradoc con aire cansino—. ¿Qué es la felicidad? Estas palabras han perdido sentido para mí, Bran.
El druida rozó suavemente los dedos largos que yacían inertes en la rodilla junto a él.
—No será siempre así y lo sabes. Las estrellas prometieron grandes cosas para ti, guerrero, hace muchos años, cuando aún eras un joven imprudente y despreocupado. Las estrellas no mienten. ¡Levanta el ánimo! El fin se acerca.
—No me importa. Nada me importa salvo matar romanos. Sé que las estrellas no mienten, pero también sé que no siempre dicen toda la verdad. Lo que ocurre es con frecuencia muy diferente de lo que se ha visto y el destino puede cumplirse con polvo y cenizas en la boca.
—Ajá —susurró Bran, casi para sí—. Pero, ¿qué es la verdad? ¿Puedes decírmelo? Es algo que ha eludido a mis hermanos a través de innumerables años, aunque la persigamos hasta la muerte y más allá.
—Es la otra cara de una mentira —replicó Caradoc—. Es lo que se ve cuando dais la vuelta a la moneda. No es nada, solo una palabra.
—Quizás. Pero en alguna parte hay una verdad que no se convertirá en mentira mañana.
—No deseo discutir ahora —dijo Caradoc con rudeza—. No sois druida en vano. Peleáis con palabras y hechizos, pero a mí me dais una espada y un enemigo concreto.
—Tienes ambos —le recordó Bran con serenidad—. Y es imposible insultar a un druida, Caradoc. Tienes trabajo que hacer y yo también. No pasé veinte años en Mona para nada. Adquirí mucha sabiduría y desvelé muchos misterios, pero no perdí mi tiempo en hechizos. Ya te lo he dicho antes.
—Bueno, ¿qué hicisteis entonces?
Bran rió.

—Aprendí a tirar los dados del destino».

«Caradoc le dio la vuelta. Era pesada y se dio cuenta al instante de que era de oro macizo, más valiosa que cualquiera de las joyas que poseía. No supo qué decir. El curvo grosor estaba cubierto de hojas vistosas que parecían agitarse en una brisa tibia y los rostros de diosas con el cabello al viento le sonreían entre flores en forma de trompeta que se abrían bajo un sol suave. No había rastros de sangre, temor o secretos, y Caradoc le preguntó el porqué. El joven sonrió levemente:
—Un arvirago es señor de la muerte y suele olvidar que también es protector de la libertad y la vida. Mi regalo os lo recordará».

«Era una conjetura que pretendía tomarla desprevenida para poder averiguar la verdad a través de su reacción, pero los ojos de Eurgain no vacilaron ni cambiaron de expresión, y Scapula recordó a todos los druidas que había visto morir con los mismos rostros impávidos. Deseó aplastar esa superioridad insondable, sentir los huesos crujir bajo sus nudillos y ver la suave boca contraída en agonía. Mientras el color subía por su cuello, juntó las manos y se inclinó sobre el escritorio».

«—Es obvio que no has estado en el Oeste lo suficiente —comentó—. De lo contrario, sabrías que para nosotros no existe ni la esperanza ni la desesperanza. Transitamos el camino del centro, Venutio, y así conservamos la cordura. Y la vida».

«Una mano invisible alargó de pronto una copa de tristeza hacia la boca de Caradoc, pero la rechazó con furia. “El honor de Albión —pensó—. La condición pura y poderosa de campeón de la tribu reducida a dos esclavos peleando entre sí por la adoración de una turba ignorante. Pero no sufriré. No tiene sentido”».




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