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martes, 5 de noviembre de 2013

Octave Mirbeau - El jardín de los suplicios (fragmentos)

«Una vez estábamos mi amiga y yo apoyados uno junto a otro en la barandilla, mirando el mar y mirando el cielo. El día estaba a punto de terminar. En el cielo, grandes pájaros, alciones azules, seguían al navío balanceándose con exquisitos movimientos de bailarina; en el mar, bancos de peces voladores se levantaban al acercarnos nosotros y, brillantes bajo el sol, iban a posarse más allá para alzar el vuelo rozando el agua, de un azul turquesa vivísimo aquel día... Después, bancos de medusas, medusas rojas, medusas verdes, medusas púrpuras y rosas y malvas, flotaban como montones de flores sobre la superficie blanda, y tan magníficas de color que Clara, a cada instante, lanzaba gritos de admiración señalándomelas. Y de repente me preguntó:
—Dígame, ¿cómo se llaman esos animales maravillosos?
Yo habría podido inventarme nombres extraños, encontrar terminologías científicas. Ni siquiera lo intenté. Llevado por una inmediata, espontánea, violenta necesidad de franqueza, le dije firmemente:
—No lo sé.
Sentí que me estaba perdiendo... Que todo aquel sueño vago y fascinante que había mecido mis esperanzas y adormecido mis ansias, lo perdía sin remisión; que, en una caída más profunda, estaba a punto de sumirme en los lodos inevitables de mi existencia de paria. Me daba cuenta de todo aquello. Pero había en mí algo más fuerte que yo, que me ordenaba lavarme de mis imposturas, de mis mentiras, de aquel auténtico abuso de confianza mediante el cual, de modo cobarde, criminal, había burlado la amistad de un ser que había prestado fe a mis palabras.
—No, de veras, no lo sé —repetí, dando a aquella simple negación un carácter de exaltación dramática que en sí no comportaba.
—¿Cómo puede decir eso? ¿Acaso se ha vuelto loco? ¿Qué le ocurre? —dijo Clara, extrañada del sonido de mi voz y de la extraña incoherencia de mis gestos.
—¡No lo sé, no lo sé, no lo sé!
Y, para dar más fuerza de convicción a aquel triple “No lo sé”, golpeé la barandilla con violencia tres veces.
—¿Cómo que no lo sabe? Un sabio... Un naturalista...
—Yo no soy un sabio, miss Clara... No soy un naturalista... ¡Yo no soy nada! —grité—. Un miserable, sí, soy un miserable. Le he mentido, le he mentido odiosamente. Tiene que conocer al hombre que soy. Escúcheme...
Jadeante, de forma deslabazada, le conté mi vida. Eugène Mortain, Mme. de G..., la impostura de mi misión, toda mi suciedad, mi fango... Experimentaba una alegría atroz en acusarme, en mostrarme más vil, más desclasado, más negro incluso de lo que en verdad era. Cuando hube terminado aquel doloroso relato, le dije a mi amiga, deshecho en lágrimas:
—¡Ahora se acabó! Usted me odiará, me despreciará, como todos, y se alejará de mí con repugnancia. Y tendrá razón. Y yo no me quejaré. ¡Esto es horrible! Pero no podía seguir viviendo así, no quería que siguiera existiendo esta mentira entre usted y yo.
Lloraba desconsoladamente y tartamudeaba palabras sin sentido, como un niño.
—Es horrible... Y yo que... Porque en fin... es verdad, se lo juro... Yo que... Usted me entiende... Un engranaje, eso es, ¡un engranaje!, eso es lo que he sido. Yo no lo sabía. Y después, esa alma de usted... Ah, su alma, su alma querida... Y sus miradas de pureza... y su... su amable... Sí, en fin... Usted ya sabe... su amable acogida... fue mi salvación, mi redención, mi... mi... ¡Esto es espantoso, espantoso! Estoy perdiendo todo eso... ¡Es espantoso!
Mientras yo iba hablando entre lágrimas, miss Clara me miraba fijamente. ¡Oh, aquella mirada! Jamás... No. Jamás olvidaré la mirada que aquella mujer adorable lanzó sobre mí. Una mirada extraordinaria, en la que había a la vez asombro, alegría, piedad, amor —sí, amor—, y también malicia, ironía y… ¡de todo! Una mirada que entraba en mí y me penetraba, hurgaba en mi interior, me perturbaba el alma y la carne.
—Bueno, pues —dijo, simplemente—, la verdad es que no me extraña mucho... Además, creo sinceramente que todos los sabios son como usted.
Sin dejar de mirarme, riendo con la risa tan clara y tan bella que tenía, una risa parecida al canto de un pájaro, añadió:
—Conocí a uno. Era un naturalista... de su estilo. Iba enviado por el gobierno inglés para estudiar en las plantaciones de Ceilán el parásito del cafeto. Pues bien, durante tres meses no salió de Colombo. Se pasaba el tiempo jugando al póquer y emborrachándose con champán.
Y con su mirada fija en mí, una mirada extraña, profunda y voluptuosa clavada en mí, añadió después de unos segundos de silencio, con un tono de misericordia en el que me pareció oír el canto de todas las alegrías del perdón:
¡Ay, menudo sinvergüenza!
Yo no sabía qué más decir, ni si tenía que reír o llorar de nuevo, o bien arrodillarme a sus pies. Así pues, balbuceé tímidamente:
—Entonces... ¿no me guarda usted rencor? ¿No me desprecia? ¿Me perdona usted?
—¡Tonto! —dijo ella—. ¡Tonto más que tonto!
—¡Clara! ¡Clara! ¿Es posible? —exclamé, casi desfalleciendo de felicidad.
Como la campana de la cena hacía tiempo que había sonado y no quedaba nadie en aquella parte de cubierta, me acerqué más a Clara, tanto que noté cómo su cadera se estremecía contra mí y su pecho palpitaba. Cogiendo sus manos, que ella abandonó a las mías, mientras mi corazón saltaba como en una tempestad, exclamé:
—¡Clara, Clara! ¿Me ama usted? ¡Por Dios, se lo suplico! ¿Me ama usted?
Ella replicó débilmente:
—Se lo diré esta noche... En mi camarote.
Vi pasar por sus ojos una llama verde, una llama terrible que me dio miedo. Liberó sus manos del abrazo de las mías, y con la frente súbitamente tachada por un pliegue duro, y con la nuca pesada, se quedó callada mirando el mar.
¿En qué estaba pensando? No lo sé. Y mirando yo también al mar, pensaba: “Mientras fui para ella un hombre normal, no me amó, no me deseó. Pero desde el momento en que ha comprendido quién era, cuando ha respirado el auténtico y pestilente olor de mi alma... Venga, venga... Entonces, ¿lo único verdadero es el mal?”.

Había llegado el ocaso y después, sin crepúsculo, la noche. Una dulzura inexpresable circulaba por el aire. El barco navegaba entre un hervidero de espuma fosforescente. Grandes claridades rozaban el mar, y habríase dicho que unas hadas emergían sus ondas, extendían sus largos mantos de fuego y sacudían y lanzaban, a manos llenas, al océano, hermosas perlas de oro».

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