«Tal y como me había informado el capitán, miss
Clara regresaba a la China después de haber repartido el verano entre
Inglaterra para sus intereses, Alemania para su salud, y Francia para sus
placeres. Miss Clara me confesó que Europa cada vez le inspiraba más disgusto.
No podía soportar sus costumbres mezquinas, sus modas ridículas, sus gélidos
paisajes. ¡Ella solo se sentía feliz y libre en la China! Mostraba un porte muy
decidido, una existencia excepcional, a veces charlaba sin ton ni son, otras
veces, con una intensa sensación de las cosas, con una alegría febril llevada
hasta lo extravagante. Era sentimental y filosófica, ignorante e instruida, y
cándida, misteriosa, con lagunas... fugas... caprichos incomprensibles y
voluntades terribles. Me intrigó en gran medida, por más que uno pueda esperar
cualquier cosa de la excentricidad de una inglesa. Y, desde el primer momento,
yo, que en cuestión de mujeres solo había conocido a las chicas ligeras de
París y, cosa peor, a mujeres políticas y literarias, no dudé ni por un momento
de que podría conquistar fácilmente a aquella, y me propuse aderezar con ella
mi viaje de una manera imprevista y sugerente. Pelirroja, con un cutis
luminoso, su risa estaba siempre a punto de sonar en sus labios rojos y
carnosos. Era realmente la joya del barco, y como el alma de aquel navío en
marcha hacia la loca aventura y la libertad edénica de los países vírgenes, los
trópicos de fuego... era nuestra Eva de los paraísos maravillosos, flor también
ella, flor de embriaguez, fruto sabrosos del eterno deseo. Yo la veía errar y
saltar entre las flores y los frutos de oro de los jardines primordiales, ya no
con aquel moderno vestido de piqué blanco, que ceñía su cintura flexible e
hinchaba su busto, semejante a un bulbo, potente de vida, sino en el esplendor
sobrenatural de su bíblica desnudez».
‟Del seno del abismo insondable surgió un círculo formado por espirales... Enroscada en su interior, siguiendo la forma de las espirales, yace una serpiente, emblema de la sabiduría y de la eternidad.” H.P. Blavatsky, La doctrina secreta de los símbolos.
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