Poema
XXIII
«La
cabellera»
¡Oh
vellón, que rizándose baja hasta la cintura!
¡Oh bucles! ¡Oh perfume cargado de indolencia!
¡Éxtasis! Porque broten en esta oscura alcoba
Los recuerdos dormidos en esa cabellera,
La quiero hoy agitar, cual si un pañuelo
fuese.
Languidecientes asias y áfricas abrasadas,
Todo un mundo lejano, ausente, casi muerto,
Habita tus abismos, ¡arboleda aromática!
Tal como otros espíritus se pierden en la
música,
El mío, ¡oh mi querida!, navega en tu perfume.
Lejos iré, donde árbol y hombre, un día
fuertes
Fatalmente se agostan bajo climas atroces;
Firmes trenzas, sed olas que me arranquen al
fin.
Tu albergas, mar de ébano, un deslumbrante
sueño
De velas, de remeros, de navíos, de llamas:
Un rumoroso puerto donde mi alma bebiera
A torrentes el ruido, el perfume, el color;
Donde naos surcando el oro y el moaré,
Abren inmensos brazos para estrechar la gloria
De un puro cielo, donde vibre eterno calor.
Y hundiré mi cabeza sedienta de embriaguez
En ese negro océano, donde se encierra el
otro,
Y mi sutil espíritu que el vaivén acaricia
Os hallará otra vez, ¡oh pereza fecunda!
¡Infinitos arrullos del ocio embalsamado!
Oh cabellos azules, oscuros pabellones
Que me entregáis, inmensa, la bóveda celeste;
En las últimas hebras de esas crenchas
rizadas,
Confundidos, me embargan los ardientes olores
Del aceite de coco, del almizcle y la brea.
Durante edades, siempre, en tu densa melena
Mi mano sembrará perlas, rubíes, zafiros,
Para que el deseo mío no puedas rechazar.
¿No eres, acaso, oasis donde mi sueño abreva
A sorbos infinitos el vino del recuerdo?
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