«Una noche, se encontraban reunidos varios
amigos en casa de uno de nuestros más famosos escritores. Después de haber
cenado copiosamente, discutían sobre el asesinato a propósito ya no sé de qué,
a propósito de nada, seguramente. Solo había hombres: moralistas, poetas,
filósofos, médicos, todos ellos personas que podían charlar libremente, al
dictado de su fantasía, de sus manías, de sus paradojas, sin temor de ver
aparecer, de repente, esos aspavientos y esos terrores que la menor idea un
poco osada pone en el rostro trastornado de los notarios. Digo notarios como
podría decir abogados o porteros, no por desdén, desde luego, sino por precisar
un estado medio de la mentalidad francesa.
Con una tranquilidad de ánimo
tan perfecta como si en realidad opinasen sobre los méritos del puro que se
estaba fumando, un miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas dijo:
—Cierto... Yo estoy convencido
de que el asesinato es la mayor preocupación humana, y que todos nuestros actos
derivan de él.
Todos esperaron una larga
teoría, pero el académico, en cambio, se quedó callado.
—¡Evidentemente! —pronunció un
sabio darwinista—. Y la que usted ha emitido, amigo mío, es una de esas
verdades eternas, como las que descubría cada día el legendario señor Pero
Grullo... ya que el asesinato es la base misma de nuestras instituciones
sociales y, por consiguiente, la necesidad más imperiosa de la vida civilizada.
Si cesaran los asesinatos, no habría más gobiernos de ninguna clase, por el
hecho admirable de que el crimen en general y el asesinato en particular son,
no solo su excusa, sino su única razón de ser. Llegados a ese extremo,
viviríamos en plena anarquía, cosa que no se puede concebir. Así, lejos de
intentar destruir el asesinato, es indispensable cultivarlo con inteligencia y
perseverancia, y no conozco mejor medio para hacerlo que las leyes.
Como alguien protestara, el
sabio repuso:
—¡Vamos a
ver! ¿No estamos entre amigos y podemos hablar sin hipocresía?
—¡Faltaría más! —asintió el
dueño de la casa—. Aprovechemos generosamente la única ocasión en la que se nos
permite expresar nuestras ideas más íntimas, puesto que, yo en mis libros y usted
en sus clases, no podemos ofrecerle al público más que mentiras.
El sabio se arrellanó más sobre
los cojines de su sillón, estiró las piernas, que de haber estado demasiado tiempo
cruzadas una sobre la otra se le habían entumecido, y con la cabeza hacia
atrás, los brazos colgantes y el vientre acariciado por una digestión feliz,
lanzó al techo volutas de humo:
—Por lo demás —prosiguió—, el
asesinato se cultiva suficientemente por sí mismo. Hablando con propiedad, no
es el resultado de tal o cual pasión, ni la forma patológica de la
degeneración, sino un instinto vital que está en nosotros, que está en todos
los seres organizados, dominándolos como el instinto genésico. Ello es tan veraz
que la mayor parte del tiempo ambos instintos se combinan tan bien el uno con
el otro, se confunden tan totalmente uno en el otro, que en cierto modo no
forman más que un solo y único instinto, y no se sabe cuál de los dos nos
impulsa a dar la vida y cuál a tomarla, cuál es el asesinato y cuál es el amor.
He recibido las confidencias de un honorable asesino que mataba a las mujeres
no para robarlas sino para violarlas. Su deporte consistía en que el espasmo de
placer del uno concordara exactamente con el espasmo de muerte de la otra: “¡En
aquellos momentos”, me decía, “yo me figuraba que era un Dios creando el mundo!”.
—¡Claro! —exclamó el famoso
escritor—. ¡Si va a buscar ejemplos entre los profesionales del crimen!
El sabio, lentamente, replicó:
—Es que todos somos, más o
menos, unos asesinos. Todos hemos experimentado cerebralmente, en un grado
menor, quiero creer, unas sensaciones análogas. La necesidad innata de
asesinar, la refrenamos, atenuamos su violencia física, dándole exutorios
legales: la industria, el comercio colonial, la guerra, la caza, el
antisemitismo, porque es peligroso entregarse a ella sin moderación, al margen
de las leyes, y porque las satisfacciones morales que se obtienen no merecen,
después de todo, que nos expongamos a las consecuencias habituales de este
acto: el encarcelamiento, las entrevistas con los jueces —siempre
fatigosas y sin interés científico— y, por fin, la
guillotina».
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