«—¡Escúchenme! —dijo—. Los azares de la vida, ¡y
qué vida fue la mía!, me han puesto en presencia no de una mujer, sino de la mujer. Yo la he visto, libre de todos
los artificios, de todas las hipocresías con las que la civilización cubre, como
un adorno de mentiras, su auténtica alma. Yo la he visto entregada por completo
a su capricho o, si lo prefieren, dominada por sus instintos, en un ambiente en
el que, ciertamente, nada podía refrenarlos, y todo, al contrario, se conjuraba
para exaltarlos. Nada me la ocultaba, ni las leyes, ni las morales, ni los
prejuicios religiosos, ni las convenciones sociales... ¡Pude verla en su
verdad, en su desnudez original, entre los jardines y los suplicios, la sangre
y las flores! Cuando apareció ella, yo estaba sumido en lo más bajo de la abyección
humana, o al menos eso es lo que pensaba. Entonces, delante de sus ojos de
amor, de su boca de piedad, grité de esperanza, y creí, sí, creí que gracias a
ella sería salvado. Pues bien, fue algo atroz. La mujer me ha hecho conocer
unos crímenes que yo ignoraba, unas tinieblas a las que nunca había descendido.
Miren mis ojos muertos, mi boca que ya no sabe hablar, mis manos temblorosas,
¡solo por haberla contemplado! Pero no puedo maldecirla, tal como no maldigo al
fuego que devora ciudades y bosques, al agua que engulle los navíos, al tigre
que se lleva entre las fauces, al fondo de la jungla, la presa sangrante. La
mujer tiene en ella una fuerza cósmica de elemento, una fuerza invencible de
destrucción, como la naturaleza. ¡Ella es, por sí misma, toda la naturaleza! Al
ser matriz de la vida, es, por eso mismo, matriz de la muerte, puesto que de la
muerte renace la vida perpetuamente, y suprimir la muerte sería matar la vida
en su único manantial de fecundidad.
—¿Y qué demuestra eso? —dijo el
médico, encogiéndose de hombros.
El otro respondió simplemente:
—Eso no demuestra nada. Para
ser dolor o alegría, ¿necesitan las cosas ser demostradas? No, solo necesitan
ser sentidas...».
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