«Mi padre se dedicaba al comercio del grano. Era
un hombre muy rudo, poco pulido, y que entendía maravillosamente sus negocios.
Tenía fama de ser muy hábil en ellos y su gran habilidad consistía en “llevar a
la gente al huerto”, como decía él: engañar sobre la calidad de la mercancía y
sobre el peso, hacer pagar dos francos por lo que a él le había costado diez
céntimos y, cuando podía hacerlo sin gran escándalo, hacer pagar dos veces,
tales eran sus principios. Por ejemplo, nunca entregaba la avena sin antes
haberla empapado de agua. De este modo, los granos hinchados daban el doble en
kilos y en litros, sobre todo cuando se les añadía gravilla, una operación que
mi padre practicaba siempre a conciencia. También sabía repartir juiciosamente en
los sacos los granos de neguilla y de otras simientes venenosas, rechazadas en
los cribados, y nadie sabía mejor que él disimular las harinas fermentadas
entre las frescas. Pues en el comercio no hay que perder nada, y todo sirve
para hacer peso. Mi madre, todavía más ávida de turbias ganancias, lo ayudaba
en sus ingeniosas depredaciones y, rígida, desconfiada, guardaba la caja como
si montara guardia ante un enemigo.
Mi padre, republicano estricto,
patriota fogoso —abastecía al regimiento—, moralista intolerante, en fin, un
hombre honrado en el sentido popular de esta palabra, no conocía la piedad, y
no hallaba excusas para la deshonestidad de los demás, sobre todo cuando le
causaba perjuicio. Entonces no escatimaba argumentos sobre la necesidad del
honor y la virtud, y una de sus grandes ideas era la de que en una democracia
bien entendida, ambas deberían ser obligatorias, como la instrucción,, el
impuesto y el sorteo de los quintos. Un día se dio cuenta de que un carretero
que llevaba quince años a su servicio le robaba, e inmediatamente lo hizo
detener. En la audiencia, el carretero se defendió como pudo.
—¡Pero si mi patrón solo
pensaba en la manera de “llevar a la gente al huerto!” ¡Cuando había hecho una
buena jugarreta a un cliente, se vanagloriaba de ello como de una buena obra! “Lo
que importa es sacar dinero”, solía decir, “de cualquier lugar y de cualquier
modo, pero sacarlo. Vender una coneja vieja por una hermosa vaca, este es todo
el secreto del comercio”. Pues bien, yo hacía lo mismo que mi patrón con sus
clientes. Lo llevaba al huerto...
Aquel cinismo fue muy mal
acogido por los jueces, que condenaron al carretero a dos años de prisión no
solo por haber sustraído unos kilos de trigo, sino sobre todo porque había
calumniado a una de las casas de comercio más antiguas de la región, fundada en
1794, y cuya antigua, firme y proverbial honradez había dado lustre a la ciudad
de padres a hijos».
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