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martes, 5 de noviembre de 2013

Octave Mirbeau - El jardín de los suplicios (fragmentos)

«Eugène tenía oficialmente una querida. En aquel momento se llamaba condesa Borska. Ya no era muy joven, pero sí bonita y deseable todavía. Unas veces polaca, otras rusa y a menudo austríaca, se decía de ella, naturalmente, que era una espía alemana. Su salón lo frecuentaban nuestros más ilustres estadistas. Se hacía en él mucha política, y allí empezaban, con mucho coqueteo, numerosos negocios importantes y turbios. Entre los invitados más asiduos a este salón destacaba un financiero del Mediterráneo oriental, el barón K., un personaje silencioso, de rostro de color plata pálida y ojos muertos, que revolucionaba la bolsa con sus operaciones formidables. Se sabía, o por lo menos se decía, que detrás de aquella máscara impenetrable y muda actuaba uno de los más poderosos imperios de Europa. Pura suposición novelesca, sin duda, pues en esos ambientes corruptos, nunca se sabe qué hay que admirar más, si la corrupción o el papanatismo. Sea como fuere, la condesa Borska y mi amigo Eugène Mortain deseaban con ansia entrar en el juego del misterioso barón, ansia que se vio avivada todavía más porque él oponía a sus proposiciones, discretas pero precisas, una no menos discreta y precisa frialdad. Yo creo que esa frialdad llegó incluso hasta la maldad de un consejo, del cual resultó para nuestros amigos una liquidación desastrosa. Entonces se les ocurrió la idea de lanzar sobre el recalcitrante banquero a una jovencitas muy guapa, íntima amiga de la casa, y lanzarme a mí, al mismo tiempo, sobre aquella jovencita que, instruida por ellos, estaba muy dispuesta a acogernos favorablemente a los dos, al banquero en serio, y a mí por diversión. Su cálculo era sencillo, y yo lo comprendí desde el primer momento: introducirme en la plaza y allí, yo mediante la mujer y ellos gracias a mí, convertirse en amos de los secretos que el barón dejaría escapar en momentos de tierno olvido... Es lo que cabría llamar una política de concentración». 

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