«Eugène tenía oficialmente una querida. En aquel
momento se llamaba condesa Borska. Ya no era muy joven, pero sí bonita y
deseable todavía. Unas veces polaca, otras rusa y a menudo austríaca, se decía
de ella, naturalmente, que era una espía alemana. Su salón lo frecuentaban
nuestros más ilustres estadistas. Se hacía en él mucha política, y allí
empezaban, con mucho coqueteo, numerosos negocios importantes y turbios. Entre
los invitados más asiduos a este salón destacaba un financiero del Mediterráneo
oriental, el barón K., un personaje silencioso, de rostro de color plata pálida
y ojos muertos, que revolucionaba la bolsa con sus operaciones formidables. Se
sabía, o por lo menos se decía, que detrás de aquella máscara impenetrable y
muda actuaba uno de los más poderosos imperios de Europa. Pura suposición
novelesca, sin duda, pues en esos ambientes corruptos, nunca se sabe qué hay
que admirar más, si la corrupción o el papanatismo. Sea como fuere, la condesa
Borska y mi amigo Eugène Mortain deseaban con ansia entrar en el juego del
misterioso barón, ansia que se vio avivada todavía más porque él oponía a sus
proposiciones, discretas pero precisas, una no menos discreta y precisa
frialdad. Yo creo que esa frialdad llegó incluso hasta la maldad de un consejo,
del cual resultó para nuestros amigos una liquidación desastrosa. Entonces se
les ocurrió la idea de lanzar sobre el recalcitrante banquero a una jovencitas
muy guapa, íntima amiga de la casa, y lanzarme a mí, al mismo tiempo, sobre
aquella jovencita que, instruida por ellos, estaba muy dispuesta a acogernos
favorablemente a los dos, al banquero en serio, y a mí por diversión. Su
cálculo era sencillo, y yo lo comprendí desde el primer momento: introducirme
en la plaza y allí, yo mediante la mujer y ellos gracias a mí, convertirse en
amos de los secretos que el barón dejaría escapar en momentos de tierno
olvido... Es lo que cabría llamar una política de concentración».
‟Del seno del abismo insondable surgió un círculo formado por espirales... Enroscada en su interior, siguiendo la forma de las espirales, yace una serpiente, emblema de la sabiduría y de la eternidad.” H.P. Blavatsky, La doctrina secreta de los símbolos.
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